Gracias por esta invitación para compartir con vosotros algunas reflexiones sobre la literatura y sus daños y beneficios colaterales. Me pide Patxi que aborde brevemente algunos temas que se refieren a mi perspectiva creadora, a mi propósito como escritor de literatura juvenil, sobre mi experiencia en encuentros y el compromiso en mi obra. Trataré de ser breve porque a continuación Patxi espera que haya un coloquio, que yo también deseo que sea polémico y rico, del que todos podamos aprender, y que plantee nuevas preguntas e incógnitas.

Cada escritor es producto de su experiencia lectora y de su perspectiva vital. En mis tiempos no existía la llamada literatura juvenil. En el instituto se leía lo que a uno le obligaban, que era más bien poco y fragmentario, lo suficiente para aprenderse ristras de autores, fechas y títulos, y algunos textos breves se suponía que le permitían a uno diferenciar entre géneros, épocas, temáticas y estilos. La lectura era algo que ocurría fuera del ámbito escolar y estaba relacionado con el aburrimiento (era una manera de espantarlo), el desafío (era apasionante descubrir cosas de las que no hablaban los adultos, entre ellas el sexo), la curiosidad (por conocer mundos y personajes exóticos) y la transgresión (resultaba provocador y excitante ir en el metro leyendo obras de autores prohibidos o malditos, de Lorca a Kafka, pasando por otros muchos que ya imaginaréis). También por aquella época era un apasionado de las lecturas divulgativas, y leer a Gardner, Asimov, Newmann y otros, me proporcionó una visión del mundo complementaria de mis estudios.

Durante mucho tiempo estuve en contacto con jóvenes, a los que di clases de matemáticas, en tiempos en los que se pensaba que la escuela era un motor que cambiaría el mundo. Muchos pueden pensar que ese fue un tiempo de silencio literario, pero creo que no. Durante toda mi vida he leído y he disfrutado leyendo, y por suerte he encontrado o amasado relaciones en las que la literatura (en forma de libros, de cine, de cómics, de teatro o de música) ha estado presente, y con personas con quienes he debatido en apasionantes sobremesas y viajes.

Ya bien cumplidos los cuarenta, comencé a escribir. Y, de una forma algo inesperada, a publicar. De las primeras obras que recuerdo, escritas y publicadas, están dos cuentos que fueron premiados con el Ignacio Aldecoa en dos años consecutivos. Formaban parte de la llamada literatura para adultos, pero curiosamente, ahora mismo estoy en tratos con una editorial que quizá los publique dentro de la llamada literatura juvenil. Sigo escribiendo, y por fortuna publicando, obras que unas veces son para niños, otras veces para adultos y, otras, y lo tengo a gala, que pueden ser leídos por jóvenes y adultos, que se mueven en un territorio fronterizo en el que me siento cómodo al pensar y al escribir. Decía antes que uno es producto de su formación literaria y recuerdo que a mis 16 años disfrutaba tanto de obras de Salgari como de Stevenson, Kafka, Borges, Baroja, Miller o Mann, sin preguntarme demasiado qué era juvenil y qué no, qué debía leer y qué no.

Los tiempos han cambiado mucho desde que yo era joven, si es que ser joven es algo que puede asociarse estrictamente a un intervalo cronológico. La escuela ya no es motor de ningún cambio. La juventud se alarga ilusoriamente hasta edades que antes considerábamos de adultez y, por el contrario, hay jubilados que rondan los cincuenta años. Nuestras calles y bares y tiendas están poblados por personas que hace tres décadas eran consideradas exóticas. Y los grandes temas de debate y lucha de aquellos años (Franco, Vietnam, el Che, la URSS, Angola, la revolución sexual, los movimientos feministas…) han sido sustituidas por otros (Bush, Irak, el cambio climático, Chávez, el consumismo…) El mundo ha cambiado, y con la lectura no podría ocurrir otra cosa.

Nuestra sociedad tiende a poner etiquetas. Se habla, por ejemplo, de literatura juvenil, de literatura comprometida, de géneros… Creo que este afán por clasificar y, sobre todo, de encasillar, no responde más que a necesidades de mercado y a afanes de estudiosos necios. Simplificando mucho, se considera que la literatura juvenil es la que los profesores sensatos pueden recomendar en las aulas sin que se produzcan muchas protestas por parte de ciertos padres, de conferencias episcopales y de otros defensores de la moral y el orden. También simplificando mucho, se considera que tratar determinados temas, al rebufo de los acontecimientos sociopolíticos o de las pulsiones de la solidaridad, hacen que tan o cual libro sea “comprometido”.

Creo que habría que detenerse en todas estas afirmaciones, deliberadamente simplistas, a la hora de hablar de la literatura y, en particular, de la literatura infantil y juvenil. La historia de la literatura proporciona muchos ejemplos de libros inicialmente creadas para el público adulto que causaron furor entre los escolares de distintas épocas; de libros falsamente pensados para niños; de libros infantiles que hacen las delicias del público adulto que se atreve a acercarse a ellos. Las categorías y las barreras son artificiales y, en muchas ocasiones, tenemos la obligación de borrarlas.

La literatura no precisa etiquetas. O es literatura o no lo es. Un buen libro (pero también una buena película, una buena obra de teatro o una buena música), debe conmover, sacudir y provocar. Para informarnos ya están los periódicos, si acaso. La literatura tiene la obligación de ofrecer una mirada profunda, reflexiva y, si es posible, novedosa, sobre personajes y acontecimientos, y debe aportar al lector un espacio de reflexión y de conmoción. No hay libro más penoso que el que pasa desapercibido, el que se lee sin pasión, miedo ni deseo. Y esto mismo es aplicable a la llamada literatura para niños y jóvenes. Soy de los que sostienen que un buen libro para niños debe de ser también un libro válido para los adultos.

La literatura no es un entretenimiento. En este sentido, creo que fracasan quienes invitan a leer y a hacer lectores argumentando que leer es divertido, y todavía hay editores que eligen las obras que van a publicar en función de este criterio. Para quienes leemos es cierto que leer es un placer, pero este tiene más que ver con la ascensión dificultosa a una montaña contemplando paisajes que con pasar una tarde con los pies calientes, viendo televisión y devorando palomitas. Leer nos invita a utilizar la mirada de otro, a ser otros, y esta no es una tarea fácil; requiere tiempo, concentración, perseverancia, deseo y tolerancia a la frustración.

Ocasionalmente realizo encuentros con lectores, en colegios e institutos. Cierto que quienes me invitan ya manifiestan un interés por la lectura y la literatura, y que lo que voy a decir no tiene valor estadístico porque parte de un sesgo, pero hay muchos jóvenes que leen, y que leen mucho. Por supuesto, también los hay que no leen, y que nunca lo harán. En este sentido, hay que asumir que la lectura es una práctica minoritaria, aunque todos deseemos que esté más extendida, porque a fin de cuentas es un indicio de libertad. En un mundo pervertido por las modas, el consumo, la publicidad y, en ocasiones, la mentira descarada, leer se convierte en un acto de rebeldía. Por las mismas razones, considero que escribir también debe serlo. No concibo una literatura que sea complaciente con el poder o con lo establecido, tanto en el orden político como en el personal, y me gusta de vez en cuando evocar los versos de Celaya: “maldigo la poesía de quien no toma partido / partido hasta mancharse”.

Para acabar esta presentación en relación con los encuentros, creo que el acercamiento a la lectura pasa también por la invitación a la escritura. Conozco a muchos chicos y chicas que escriben, sin pretensiones literarias. Escriben poemas, canciones, pensamientos, cartas… y en esos encuentros yo les animo a que sigan por este camino y que más adelante, si les proporciona placer, intenten una escritura “más literaria”.

Muchos de vosotros sois profesores o animadores a la lectura. Mis viajes por Euskadi, que han sido varios, me han deparado la satisfacción de comprobar que se lee en general mucho y bien. Respecto de la tarea de animación a la lectura desde las aulas, Patxi hace referencia a una frase de Emili Teixidor que habla del “beso de la muerte” que sienten algunos chicos y chicos cuando sus profesores les hacen leer cosas que no les gustan. Es cierto que esta situación puede darse, pero también creo que hay que cambiar la perspectiva, tanto de autores como de profesores. Me consideraría un idiota si pensara que mis libros van a gustar a todos los lectores. Es imposible. “El lector” o “la lectora” es una categoría abstracta, pero los lectores son muchos y tienen gustos, intereses y experiencias muy variados.

Leer en las aulas es una actividad que tiene algunos inconvenientes y muchas ventajas, y estas se pueden multiplicar siempre y cuando se tengan en cuenta algunas ideas. Leer para hacer un examen es una desgracia. Leer para confeccionar una ficha, una tristeza. Leer con la idea de que el libro gustará a todo el mundo, un engaño. Desde mi punto de vista, muchas cosas en relación con la animación a la lectura cambiarían si hiciéramos una presentación más abierta de los libros que llegan a las aulas. “Este libro es una propuesta, y yo (el profesor, el autor) os invito a leerlo. Puede gustaros o puede que no. Pero lo vamos a criticar, lo vamos a destripar, lo vamos a imaginar de una forma distinta, si queremos. ¡Vamos a aprender a leer y a escribir!” También invito a que la lectura no sea un acto en un solo sentido, en una forma en que el autor habla al lector, y este calla. Este tiene todo el derecho a rehacer, a imaginar la historia de otra forma distinta, y a criticar. El autor solo hace una propuesta, la suya. El lector tiene derecho a recrear la historia.