Todo era blanco, hermosa e hirientemente blanco. Ante mí había un hombre de larga barba cana. Me adelanté cuando él hizo un gesto de que me acercara a su escritorio.

SAN PEDRO: ¡Que pase el siguiente!

RICARDO GÓMEZ: Esto… verá… Debe tratarse de un error, yo…

SP: ¡No interrumpa! ¿Nombre? ¿Nacionalidad? ¿Cédula de identidad? ¿Profesión?

RG: Oiga, yo, mire…

SP: ¡Tenemos mucho trabajo últimamente! Todos dicen lo mismo, que no deberían estar aquí. ¿Nombre? Ah, ya veo… Ricardo Gómez, tantos años, escritor, español, papeles en regla… Bien. Ventanilla 092. Pregunte por Juan, el del Apocalipsis… ¡Que pase el siguiente!

Tras de mí había una larga fila de personas; el que me seguía era un muchacho iraquí, o quizá palestino. Dejé aquella aglomeración y caminé hacia el puesto 092.Juan… Sí, resultaba lógico. También era escritor, pero que fuera autor del Apocalipsis no me parecía un indicio optimista. Hubiera preferido al Juan Evangelista o mejor a Lucas, que por lo visto era médico, aunque nunca se sabe…

Justo cuando llegaba a la mesa situada bajo un gran cartel con el 092 me crucé con una mujer china, de mi edad. Iba cargada con un par de cajas llenas de papeles.

RG: Yo venía…

JUAN: Vienes a lo que todos. Siéntate. ¿Nombre?

Me fastidió tener que pronunciarlo. En ese lugar era como si mi nombre ya no fuese mío. Además, eso parecía innecesario porque sobre su mesa había una carpeta rotulada con él. La abrió, echó un vistazo rápido y me miró. Sus ojos eran fríos y azules como el hielo de un glaciar. Recordé uno de mis viajes: Jostedal.

J: Ya veo… un intruso… De las matemáticas a la literatura. ¿Por qué decidiste dedicarte a escribir?

Parecía el comienzo de alguna entrevista, pero yo sabía que no, que era un juicio. Intenté no balbucear y aparentar serenidad.

RG: La literatura nunca me resultó ajena. He leído desde muy niño y, aunque nunca soñé en dedicarme a escribir, admiraba a quienes lo hacían. Durante una temporada, hace muchos años, compartí piso con Javier García Sánchez. Envidiaba que él se quedara en casa, trabajando, mientras yo tenía que ir a dar mis clases…

J: Ya… ¿No te gustaba tu trabajo?

RG: ¡Me apasionaba! Siempre me han gustado las matemáticas y su didáctica. Y leer sobre matemáticas. En aquellos tiempos yo buscaba fragmentos de Gardner, Asimov, Kassner, Newman… Los copiaba o los adaptaba y se los daba a mis alumnos, en la época de los clichés de cera; luego, en fotocopias. Les facilitaba lecturas junto con juegos matemáticos; tengo una enorme colección de ellos, con los que podría escribir un libro.

J: ¿Y por qué no lo hiciste? ¿Por qué no te dedicaste a lo tuyo, en lugar de invadir terrenos ajenos?

Su voz era inquisitorial. Me pareció un fanático.

RG: Hay que ser un genio para dar con buenos acertijos matemáticos distintos de los ya conocidos. Yo prefiero la divulgación, y he escrito algunos libros sobre ello, para diferentes edades.

J: ¿Pero por qué escribir literatura?

RG: Me apetecía…

J: Eso no dice mucho en tu favor. La apetencia tiene que ver con el gusto, la gula o la codicia incluso. ¿Te das cuenta de la cantidad de libros ya escritos? Después de tres mil años de literatura, ¿crees poder decir algo nuevo? ¿Y piensas acaso que lo has conseguido?

Estaba claro que se trataba de un juicio. Sus palabras sonaban secas y hablaba rápido, como si desease acabar conmigo cuanto antes. Pero no había nadie detrás de mí esperando turno. En cambio, en otras ventanillas las colas de espera eran más o menos largas. Imaginé a fontaneros y deseé que les zurraran de lo lindo.

RG: No lo sé. Nunca he pensado en ser un innovador. Simplemente quería contar alguna historia que me rondaba, así que lo pensé y lo hice. Supongo que quería contar lo que a mí me hubiese gustado leer.

J: Poco original. Eso lo dijo Walter Benjamin.

RG: Sí, lo sé. Quizá sea algo más. A veces, tras las noticias o lo que uno vive, se imaginan personajes anónimos, que poco a poco van tomando vida. Pensar y escribir sobre ellos es como darles carta de existencia. Los protagonistas de mis historias existen antes de que me siente a escribir sobre ellos.

J: Hay gente que fantasea sobre personajes pero no escribe sobre ellos. ¿Qué buscabas? ¿El reconocimiento? ¿La fama?

No sabía si tutearle o no. Opté por el criterio más conservador.

RG: Ya sabe que no…

J: ¡No tengo por qué saber nada! Atente a las preguntas…

RG: No, ni lo uno ni lo otro. Más bien al principio fui encontrando cosas que no esperaba del todo, como algún premio y alguna publicación, al comienzo de cuentos y luego de una novela. Después, eso, sí, traté de seguir adelante en un camino que había comenzado. Me gusta poder terminar cosas que empiezo.

J: Pero los primeros años enviaste tus cuentos y novelas a premios. ¿Me vas a decir que no soñabas con ganarlos?

RG: Es verdad, lo hice y no me arrepiento. Y deseaba ganarlos, pero no como fin, sino como medio. Yo tenía más de cuarenta años. Había leído lo suficiente como para saber cómo funcionaban estas cosas con las editoriales. A mi edad, y con un montón de ocupaciones, no me apetecía nada enviar una novela a un editor y esperar seis meses a que me dieran un no, que es lo que un escritor novato puede esperar, para luego sentarme a recibir una nueva negativa en otra editorial. Y en cuanto a los relatos, ya se sabe que nadie publica un cuento único; ni siquiera media docena de cuentos juntos. Me parecía que lo mejor que podía hacer era enviarlo a algunos concursos. Y, en algunos, gané.

J: ¿Primeros años? Has conseguido algunos recientemente. No tenías necesidad a esas alturas.

RG: Es verdad. Pero hay otras cosas detrás de los premios. También es una forma de medir mis personajes con los de otros y de tratar de buscar lo mejor para el libro. Cuando uno escribe un libro es como cuando cría un hijo. Lo mima, lo atiende, lo educa como sabe y, cuando está listo y lo cree maduro, lo envía a conocer mundo. Unas veces lo hace al descubierto y otras cree que lo mejor para él es que vaya bajo un paraguas o con unos patines.

Juan tenía aspecto de joven, pese a contar con cerca de dos mil años. Al acabar, hizo un movimiento nervioso y acercó su silla a su escritorio. Escribió algo en una hoja de papel y siguió preguntando. Supuse que iba a abrir otro frente.

J: En algunos encuentros hablas de que escribes a tramos. Eres incapaz de comenzar una novela y de acabarla en un plazo breve. No parece una forma sistemática de escribir…

RG: Es cierto. Inicio una novela, trabajo sobre ella quince días o un mes, avanzo hasta las páginas 20 u 80 y la dejo en el cajón. Luego, sigo con otra y vuelvo a la primera pasado un tiempo. Leo, ajusto, cambio, doy un nuevo empujón y suelo volver a dejarla reposar. Pero escribo continuamente siempre que estoy en casa, porque en los hoteles no puedo hacerlo aunque a veces cargue con el portátil. Si acaso, fuera de casa, puedo corregir o tomar notas. Eso significa que en un período largo, por ejemplo un año, he trabajado en tres historias distintas. Luego, cada una acaba a su aire, sin prisas.

J: Me parece mentira que así se pueda escribir…

Percibí un tono de reproche y traté de justificarme.

RG: Me gusta hacerlo así. Disfruto alargando mi convivencia con mis personajes. A veces, cuando paseo o viajo, pienso en ellos; los imagino físicamente, interactuando con su ambiente o con otros protagonistas de la historia. Crecen, se mueven, hablan… Y, luego, cuando me siento a escribir, no hago más que contar lo que les ha pasado, lo que han sentido. En esas pausas entre tramos de escritura, que pueden durar meses, los protagonistas se asientan y adquieren personalidad. No me gustan las prisas y temo sobre todo los finales. Es lo que más miedo me da del libro.

J: ¿Por qué?

RG: Uno está exultante con la idea de acabar y debe vencer el ansia. Por otro lado, da pena que la historia se termine. Un final precipitado puede desbaratar un libro magnífico. Por eso, además, una vez que acabo suelo dedicar mucho a corregir y ajustar.

J: En otras entrevistas has hablado de que no haces guiones de tus libros. Que escribes a medida que vas pensando la historia y sin conocer el final. ¿No te parece poco profesional, teniendo en cuenta lo que hacen otros colegas?

RG: Escribo como sé y no sé hacer otra cosa. Al pensar en el inicio de una novela, y mucho antes de sentarme a escribir, pienso en el ambiente, los personajes, el estilo, el arranque… Ahí decido si la historia se va a contar en primera persona, o en tercera, o si va a ser un diario o una crónica, o una narración en forma de cuento… Nunca he tenido necesidad de tomar notas del desarrollo porque, es verdad, la historia se desenvuelve a medida que la escribo; a medida que, como decía antes, convivo con mis personajes, con quienes además suelo encariñarme. Pero no es del todo cierto que no conozca el final, o no del todo. Cuando comienzo una novela sé más o menos por donde va a ir, pero también es cierto que a veces me he sorprendido yo mismo con un final que no había anticipado, y por supuesto con personajes en los que no había pensado al principio. En líneas generales, cuando escribo comparto con el lector la incertidumbre por conocer el final de la historia.

J: ¿Seguro? No es del todo verdad… Hemos visto notas sobre tu escritorio…

Me sorprendió. ¿Significaba eso que habían estado en mi casa? ¿Y quiénes eran “esos” que la habían registrado? Imaginé un cuerpo de policía celestial, rebuscando en mi mesa, que suele estar atestada de papeles tamaño octavo, en los que también anoto teléfonos, nombres, citas… y que expurgo una vez cada mes o cada dos meses.

RG: He dicho que no suelo tomar notas del desarrollo, pero sí las tomo de datos que se me ocurren o que encuentro leyendo o viendo una película. Por ejemplo, en ocasiones barajo varios nombres antes de elegir el definitivo para mis protagonistas. Pero son anotaciones muy breves, casi telegráficas. Cuando digo que no hago guiones, es así. Alguna vez he pensado que si muriera…

Carraspeé nervioso y miré a mi alrededor. Tuve que tragar saliva antes de seguir…

RG: … Si muriera, digo, nadie encontraría un esquema que le permitiera seguir una novela inacabada. Tampoco hablo con nadie del final, así que supongo que quedaría así para siempre. Si alguien la acabase, casi sería “su” novela, no la mía. Es posible que encontrase una lista de lugares, o una frase suelta, pero no sabría qué hacer con ella.

J: ¿Y las cajas donde guardas documentación?

¡Lo habían inspeccionado todo! Temí que hubieran husmeado en el ordenador o, peor, que me hubieran borrado la información, aunque dadas las circunstancias pensé que no tenía mucho sentido preocuparme por eso. Volví a carraspear.

RG: En ocasiones leo mucho antes de sentarme a redactar. Por ejemplo, cuando escribí Los poemas de la arena, una novela que transcurre en un desierto iraquí, durante la Primera Guerra del Golfo y que trata sobre poesía árabe. Me prestaron unos libros, compré algunos y saqué otros de bibliotecas. Un libro de ese tipo genera una caja llena de documentación: cronología sobre la guerra, costumbres locales, nombres de lugares o de personajes, temperaturas, gastronomía, armamento, ritos religiosos… y poesía. ¡Mucha poesía! Recuerdo haber leído varias docenas de libros de poesía árabe, tanto antigua como contemporánea, y me enamoré de ella. Es asombrosa y emocionante, y por eso quise que aparecieran poemas árabes en el libro. Citando las fuentes, claro.

J: Sí, lo hemos visto. Cajas neuróticamente rotuladas con títulos de otras novelas tuyas. Con fotocopias de cientos de páginas de libros y revistas. ¿No te parece una incongruencia, tú que estás en contra del canon?

¡Lo sabían todo! Empezaba a pensar que ese interrogatorio era absurdo. Sin duda, ya me habrían condenado. Pero, ¿a qué? ¿Al cielo? ¿Al infierno? Nunca he sabido cuál de los dos sitios era más interesante, si es que había que vivir otra vida.

RG: Sí, he fotocopiado, pero se trata de libros ilocalizables, de alguien que me los prestó, o algunas páginas sueltas de otros que saqué de bibliotecas. Pero no sé qué tiene que ver eso con el canon.

J: Estás en contra de que los autores perciban derechos por libros fotocopiados o prestados.

RG: ¡Claro que estoy en contra, pero con matices! Estoy en contra de la piratería y de acuerdo con la protección de los derechos de autor, pero no llevada al absurdo. Entiendo la reclamación de autores universitarios por ejemplo, propietarios de libros de tiradas exiguas, que tienen que protegerse de la fotocopia indiscriminada y me parece bien que reclamen su derecho, primero a que no se les copie y segundo a que si se hace reciban una compensación. Pero no en otros casos. Yo tengo miles de fotos que guardo en deuvedés, y una impresora con la que hago copias de mis libros. ¿Dónde va a parar lo que pago de canon? ¿Quién lee por ejemplo El jinete polaco fotocopiado? ¿Y por qué las bibliotecas tienen que pagar otro canon cada vez que adquieren un libro? ¡Es absurdo! Resulta que si compran tres ejemplares de Quevedo, hay un dinero que supuestamente me revierte a mí. ¿No sería más razonable que las bibliotecas tuvieran más dinero para adquirir más ejemplares de mis libros? Con ello, cobraría los derechos de autor que están legalmente estipulados. Yo tendría que pagar a las bibliotecas por custodiar mis libros y enseñarlos. Quizá alguien lea allí uno de ellos y un día quiera comprarlo.

J: Dices eso porque estos últimos tiempos has podido vivir de la literatura.

RG: De momento…

De nuevo me estremecí. No sabía si ese “de momento” era una expresión que ya había perdido sentido, teniendo en cuenta que estaba ante un juicio final. Callé.

J: ¿De momento, qué?

RG: Eso, que sí, que he podido vivir de la literatura. Primero, porque me considero austero y creo que no es necesario mucho dinero para vivir. Segundo, porque corrí un riesgo y he tenido suerte. Y tercero, porque si no consiguiera vivir de ella, me dedicaría a otra cosa… Otra perspectiva es que un premio te da libertad. A veces, pienso en uno y digo: “este me daría para un año sin agobios, para escribir lo que quiero”.

J: Muy seguro lo dices. Pero tienes más de cincuenta años. ¿Crees que te sería sencillo encontrar otro trabajo?

RG: No sé, pero cuando comencé a escribir ni siquiera quería vivir de esto. Fue más adelante, después de publicados algunos libros, cuando decidí dejar mi trabajo anterior y dedicarme a escribir. Tengo claro que el día que no disfrute escribiendo me dedicaré a otra cosa. Bueno, eso pensaba antes de venir aquí, pero ahora no sé siquiera cuál es mi situación. Tampoco sé por qué hablamos de todo esto. El canon, otro trabajo… ¿Qué tiene que ver esto con la literatura? ¿Y por qué estoy aquí?

Mi interlocutor no respondió a ninguna de mis preguntas. Mientras tomaba notas sentí la garganta seca. Desconocía si en ese sitio, que no debía de ser ni cielo ni infierno, se sentían necesidades físicas, ni durante cuánto tiempo. Observé las mesas vecinas, algunas más nutridas que otras. Vi una, al fondo, con un funcionario desocupado. ¿Estaría aquello organizado por profesiones? Caí en la cuenta que el 092 era mi código de actividades económicas. ¡Resultaba increíble que el cielo se organizase con los mismos criterios que Hacienda! Me cupo la esperanza de que si fuera así pasarían buena factura a los defraudadores fiscales.

J: Háblame de tus manías…

Aquello era demasiado. Me sentí agotado y no entendía el propósito de esas preguntas. Era lo más parecido a una entrevista de trabajo. ¡Pero ni que soñaran en contratarme en aquel sitio aburrido para hacer de fiscal de otros escritores!

RG: No sé cuáles son mis manías. Una es que no puedo escribir si hay alguien a mi alrededor; con alguien presente puedo redactar una conferencia, responder una entrevista, correos… ¡Pero no una novela! Es una bobada, pero es como si sintiera desnudos a mis personajes. Necesito estar con ellos a solas. Otra, que suelo levantarme mucho de la silla cuando pienso: paseo por la casa, hablo en voz alta… Otra, que me gusta escribir en el conticinio, ese momento de la noche en el que no se oye nada, aunque también puedo hacerlo durante el día. Otra, que nunca doy nada a leer hasta que está terminado; a veces, ni siquiera hablo de argumentos o desarrollos con nadie. Otra, que no suelo imprimir mis novelas o cuentos más que cuando están ya acabados del todo, después de una primera revisión en pantalla; pero la corrección final la hago sobre papel. No sé…

Debió parecerle poca cosa aquello, así que cambió de tema.

J: ¿Qué hiciste la última vez que te rechazaron una novela?

RG: La llevé a otra editorial.

J: ¿Y te la publicaron?

RG: No sé a qué viene esto. Ustedes lo saben todo, ¿no?

J: Soy yo el que hace las preguntas y tú el que responde. ¿Has oído hablas del test Voight-Kampf?

Tardé unos segundos en recordar… ¡El test de Blade Runner, una de mis películas preferidas! Pensé en esos momentos en el cine, que tanto me gusta, en la fotografía, en los paseos por el campo, en la música, en las charlas con los amigos…Recordé la escena en la que el replicante busca una pistola bajo la silla y…

Pero la cosa no estaba para bromas. Juan clavaba en mí su mirada y tuve la sensación de que adivinaba mis pensamientos.

RG: Bueno… si un editor rechaza una novela, no pienso que todo esté perdido, ni mucho menos. Un editor y una editorial tienen sus criterios, que no tienen que coincidir con los míos. Sí, suelo llevarla a otra editorial pasado un tiempo. Normalmente, la reviso antes y trato de hacer caso de los criterios de la editora ¡casi todas son mujeres! si es que me los da y los considero razonables.

J: ¿Eres capaz de considerar irrazonables los criterios de una editora? Demasiado vanidoso, ¿no?

RG: Creo que no es por vanidad. Lo que pasa es que creo saber lo que quiero. Leo mucho, todo cuanto puedo, que siempre es menos de lo que me gustaría, así que tengo mi criterio. Dedico bastante tiempo a pensar en un libro, a escribirlo y a corregirlo. A veces, la corrección dura tanto como su escritura. Tengo la suerte, además, de que cuando acabo una novela o un cuento, se lo doy a leer a personas de cuyo criterio literario me fío bastante. Después de esas lecturas amigas, introduzco matices, hago cambios… Si considero que un libro está bien escrito, suficientemente depurado y listo, intento publicarlo, en un sitio o en otro. Tengo cosas en el cajón que un día verán la luz.

J: Pero hay cosas que no has publicado, después de intentarlo en varios sitios. ¿Cómo puedes saber que saldrá publicado?

RG: No lo sé. Peleo por ello, insisto. Creo que la literatura, como casi todo lo interesante en la vida, es un trabajo de largos plazos. No creo en el éxito inmediato y además pienso que es el tiempo el que pone las cosas en su lugar. En mis encuentros suelo hablar de Melville, de Van Gogh y de Poe, que pueden ser los casos más conocidos, pero también se podría hablar de McCarty, de Lampedusa…

J: Ya… la posteridad…

Me dieron ganas de decirle que la posteridad me importaba un pepino, y que no creo en otra vida más que la terrenal, pero el lugar en que estaba me confundía. Se me quedó mirando casi un minuto, sin decir nada. Volvió a inclinarse sobre la mesa, leyó algo del interior de la carpeta y sus siguientes palabras me parecieron un latigazo.

J: Aprovechamiento del dolor ajeno, alistamiento en las filas de la llamada literatura comprometida, utilización abusiva de la emotividad…

Sabía que se refería a algunas críticas hechas a mis personajes y a mis elecciones de argumentos, a las que he hecho poco caso. No me adscribo dentro de ningún género y todos me parecen válidos a la hora de contar una historia. No entendía adónde quería llegar, y así se lo dije:

RG: ¿Cuál es la pregunta?

J: Háblame de tus personajes.

RG: ¿Ha leído alguno de mis libros?

J: Después de escribire el Apocalipsis uno ya no puede leer nada. ¿Cómo eliges tus personajes y tus historias?

RG: No hay una regla general. A veces siento que una situación me atrae, y trato de saber más sobre ella. Por lo general, pero eso no es siempre así, porque ese hecho me produce dolor, asco o rabia. Tras muchos seres anónimos de los que hablan las noticias se esconden historias que en ocasiones son terribles, emocionantes o sorprendentes, y trato de reconstruir imaginariamente el mundo en que viven, lo que están sintiendo, lo que piensan. Reconozco que así han surgido algunos de mis libros, pero no todos. Otros salen de viajes, o de personas reales que he conocido.

J: Dame algún ejemplo.

RG: En 3333, por ejemplo, no hay nada de eso. En él intento resolver a mi modo un viejo problema de la ciencia ficción. ¿Qué ocurre cuando alguien viaja al pasado y se destruye la máquina que le ha llevado allí? ¿Cómo vuelve a su mundo del futuro? En ese libro trato de dar una posible solución. Luego, aproveché para jugar con otras cosas, como crear cuatro personajes que tienen tres letras, o mostrar los contrastes entre ese mundo futuro y el nuestro, o inventar un mundo cotidiano totalmente distinto, con artilugios imaginarios. Disfruté mucho con ello.

J: Y…

RG: ¿Otro caso…? Hace unos meses leí un poema chino, del siglo XIV. Cuenta la despedida de una mujer que ve cómo su marido, casi anciano como ella, es reclutado por las tropas del emperador para servir en el ejército. La mujer habla de que ese hombre ha dedicado la vida a su familia, que ha pagado sus impuestos, ha cuidado su pozo y su casa, que ha sido compasivo con sus vecinos… y de que ya no le volverá a ver. Llevo meses leyendo historias sobre China y poemas chinos, porque preparo una novela partiendo de ese núcleo. A mí me sobrecogen los personajes que son barridos por el poder, que son menos que polvo para los desaprensivos que han gobernado y gobiernan el mundo.

J: ¿Y será un libro para niños, con ese argumento?

RG: No lo sé. Será para adultos y jóvenes. Siempre he dicho que hay muchos libros de niños y jóvenes que pueden leer adultos. Y es más: si a los adultos no les gusta un libro, desconfío mucho de que le guste a los niños, aunque cuando se habla de niños o de jóvenes simplificamos mucho. No existen “los niños”, sino millones de pequeños individuos con gustos y experiencias muy distintos, aunque con elementos comunes. Suelo leer bastante literatura infantil y juvenil, también, y hay obras formidables. Hay más adultos ignorantes, que desprecian este tipo de literatura porque no la conocen, que libros maravillosos.

J: Hay libros de adultos que no pueden leer los jóvenes.

RG: No he dicho que la recíproca sea cierta pero, ¿esa restricción de la que habla es moral o literaria?

Iba a decirle que un tipo que escribe un Apocalipsis que acaba con todo bicho viviente, salvo con un puñado de cristianos justos, no era quién para juzgar moralmente una obra, pero me contuve. No estaba aún seguro del resultado ni del propósito de aquella entrevista. Me observó con una desconfianza renovada.

J: Las dos cosas.

RG: En lo moral… ¿Hay algo más inmoral que una guerra injusta, y la retransmiten por televisión a la hora de la cena familiar? Creo que sí hay restricciones relacionadas con la maduración personal y literaria. Una próxima novela será para adultos, si eso le tranquiliza, y no creo que la lean jóvenes. Es una historia densa, larga, en la que cuento el proceso de enloquecimiento de un genio, la relación que hay entre la locura y la creación.

Volvió a tomar notas, no sé de qué tipo, y me agité en la silla. Aquello me cansaba. Si me tenían que condenar o salvar, ¡que lo hicieran ya! Además, estaba harto de ese cuestionario estúpido. Solo faltaba el típico problema del Voight-Kampf: “Vas por la calle, encuentras una tortuga herida…”

J: ¿Qué haces cuando te quedas en blanco?

RG: Acláreme: ¿en blanco total o en blanco en una novela en particular?

J: ¿Has acabado todas las novelas que has empezado?

RG: No. Algunas mueren por inanición, porque dejan de interesarme personajes, o porque veo que la historia no progresa como yo quería. Pero son las menos. Como suelo dedicar mucho tiempo a preparar una historia, cuando la comienzo suelo pensar que tengo la energía y los personajes lo bastante maduros como para terminarla. Lo que sí puede ocurrir es que a veces una novela duerme durante meses o años, y luego trato de revivificarla. Unas veces me sigue interesando y otras no. Con el cuento hay más abandonos; uno lo comienza, y llega un momento en que no sabe dónde va, o toma un rumbo que no me gusta, y lo dejo.

J: ¿Y qué harás cuando no tengas historias que contar? ¿Cuándo tu imaginación se haya secado? ¿Cuándo veas que ya no merece la pena seguir escribiendo? ¿Cuándo ya no puedas escribir?

Hablar del futuro me parecía deprimente en esa tesitura. Suponía que ni en el cielo ni en el infierno te dejan un portátil para escribir, ni siquiera una miserable libreta. Y aunque no sea difícil encontrar en un sitio o en otro editores, maquetadores, ilustradores y gente de la industria editorial, nunca había oído que justos ni pecadores se dedicaran a leer. Ya se sabía: o coros celestiales, o fuego eterno. ¡Pero nada de libros!

Pensé que ese Juan me estaba preparando para lo peor.

RG: Cuando no tenga deseos de escribir, ni historias que contar, supongo que me dedicaré a leer, si me dejan, y saldré por ahí con la cámara de fotos a pasear, si puedo, a quedar con amigos. Si aún no estoy jubilado, buscaré algo para ganarme la vida, y si puedo vivir de lo que venga, pues eso… Pero lo que me gustaría es acabar mis días escribiendo. No sé yo si los escritores se jubilan.

J: Un futuro de riesgo…

No sabía a qué se refería pero ya estaba harto.

RG: Escribir es un riesgo. En mis encuentros con lectores adolescentes se lo digo a quienes desean dedicarse a ello. Les invito a que escriban, pero también a que traten de ganarse la vida de otra manera, por pura libertad, por poder escribir lo que uno quiera y no vivir de encargos. Cuando uno empieza una novela, no sabe si la va a acabar. Cuando la termina, no sabe si la va a publicar. Cuando la publica no sabe si va a gustar. Aunque guste, no sabe si va a vender. Y, pasado el tiempo, no sabe si aunque se venda va a seguir estando orgulloso de ella.

Se produjo un largo silencio. Juan el apocalíptico tomó algunas notas y se me quedó mirando. Cruzó los dedos y puso los codos sobre la mesa. Pensé que de un momento a otro oiría su veredicto: “Salvado” o “Condenado”, aunque seguía sin saber qué era peor. Sus ojos glaciales musitaron algo que no esperaba.

J: Necesitamos un cuento.

Me volvió a sorprender el plural, que había utilizado en toda la entrevista. ¿Quiénes necesitaban un cuento? ¿Y para qué? ¿Y por qué mío, precisamente? Y, después, ¿qué ocurriría? ¿Sería ese cuento el que dictaminara mi salvación eterna o mi condenación infinita? No entendía nada. Como vio que balbuceaba, me explicó de nuevo qué necesitaban. A riesgo de parecer grosero, pregunté, harto de aquella entrevista y aquella petición insólita.

J: Necesitamos un cuento. No es necesario que sea muy largo. Pero además tendrás que explicar cómo lo escribiste y por qué lo escribiste.

RG: ¡¿Y para qué necesitan un cuento?! ¿Y quieren explicarme de una vez por todas qué significa todo esto?

El apocalíptico entrevistador no movió un solo músculo.

J: Nosotros también celebramos el Día de Jordi.

No lo entendí hasta pasados unos segundos.

RG: Se refieren al Día de Sant Jordi, claro: libros y rosas.

J: No. El día de Jordi Sierra i Fabra.

Su respuesta me pareció chusca, pero no por la parte de Jordi, lo juro. Aquello resultaba enloquecedor y tenía unas ganas enormes de salir de allí.

RG: Vale. Lo tendrán, el cuento y la explicación. ¿Y luego? ¿Qué pasará?

J: Podrás volver a casa. No te vas a quedar aquí. Pero antes de que te vayas, llévate eso…

Junto a la mesa vi varias cajas en las que antes no había reparado, o quizá aparecieron allí de repente. Me levanté de la silla a observarlas. Eran similares a las que llevaba la mujer china con la que me había cruzado cuando me acerqué a la mesa. Observé sus lomos y las etiquetas me asombraron: “Manuales para ser un buen escritor”. Eran seis cajas, numeradas como I, II, III, IIII, V y VI. Las cogí y logré mantenerlas en equilibrio, dudando si ya podía irme o no a casa. Miré a ese helado ángel del apocalipsis y clavó en mí sus ojos azules antes de despedirse alzando una mano con la que inició el gesto de una bendición.

J: ¡Y a ver si aprendemos a escribir!

Me sentí alelado y confuso. El piso se abrió bajo mis pies y caí al vacío. A mi lado, las seis cajas me seguían en la caída, fieles a las leyes de Galileo y Newton, mientras sonaba una música que me pareció celestial. Segundos después me desperté sudando en la cama.

“¡Qué terrible pesadilla!”, recuerdo que me dije. Y me juré por última vez que nunca, nunca más, volvería a cenar un huevo frito.

Bueno, eso es lo que yo creía: que era una pesadilla. Me quedé boquiabierto cuando al llegar a la mesa donde trabajo encontré apiladas las seis cajas que, desde luego, no estaban allí la noche anterior. Sobre ellas había un delicadísimo plumón de color blanco. Temblando, lo tomé entre mis dedos y me resultó ingrávido. Olía a Cielo.Ahora, busco un cuento y redacto una explicación.

No quiero saber nada más de personajes apocalípticos. ¡Ni en sueños!


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