> 1 Donde conocemos a Bruno,el único protagonista de los dos de esta historia.

Bruno nunca dejaba que su despertador cumpliese con su tarea. Cuando faltaban cuatro segundos para las ocho, ya estaba despabilado, sentado en la cama. Observó la luz que entraba por la ventana, adivinó que el cielo estaba cubierto de nubes grises y supo que hoy también llovería. Sonaron dos golpes en la puerta y se oyó:

— ¡Bruno!

— ¡Ya voy, mamá!

Se levantó, desactivó la alarma del reloj, alzó la persiana y unos pájaros huyeron con ruido de las ramas de los árboles. Echó el aliento sobre uno de los cristales, que quedó cubierto por vaho, y dibujó con el dedo la letra A.

Se puso la bata y las zapatillas. Al ir al baño se cruzó en el pasillo con su padre, que todavía no se había afeitado y parecía como siempre ir retrasado.

— Hola, Bruno. ¿Entras o sales?

— Entro.

El papá de Bruno todavía se sorprendía al ver a su hijo siempre limpio, repeinado y despierto, tanto por la noches como por las mañanas. Nunca sabía si acababa de lavarse la cara o si entraba a lavársela.

Exactamente cinco minutos después, Bruno salió del baño, volvió a su habitación, se vistió y bajó a la cocina. En la mesa estaba preparado el desayuno. Como otros días, durante un rato observó a su mamá y a su papá entre la cocina, el pasillo y las habitaciones, cerrando armarios, buscando bolsos, recuperando llaves, persiguiendo paraguas, arrojando besos al aire y dando últimas instrucciones:

— Volveremos a las seis. Acuérdate de que hoy viene Marta todo el día.

— Sí, mamá.

— ¿Quieres algo de la librería?

— No, papá.

— Adiós, cariño.

— Adiós, mamá.

— Hasta luego, Bruno.

— Adiós, papá.

Bruno se ocupó del desayuno cuando se cerró la puerta. Entonces, levantó los ojos hacia el reloj de la cocina y esperó hasta que el segundero marcase cero segundos. «¡Ahora!» Echó cacao en la leche, tomó una tostada y comenzó a desayunar.Tardó seis minutos. En ese tiempo miró el reloj cinco veces, cuando la aguja señalaba el minuto exacto. Bruno tenía una misteriosa habilidad para medir el tiempo y a él le gustaban los relojes que marcaban la hora a saltitos de sus agujas. Era divertido ver cómo el minutero se movía cuando el segundero marcaba sesenta segundos. Claro que lo mejor era cuando indicaba la hora en punto. Resultaba maravilloso el movimiento ordenado de las tres agujas: plic-plac-ploc.

Tras recoger la mesa, subió a su habitación. Tomó unos libros de la mesa y los colocó en las estanterías según un orden que solo él conocía. Metió en su cartera “Alicia en el País de las Maravillas” y se puso el abrigo rojo.

Antes de salir consultó el plano de la ciudad, clavado en un corcho. En él, marcados con alfileres e hilos de colores, aparecían puntos y líneas que formaban una especie de tela de araña. «Hoy exploraré la calle Arenal», se dijo. Contempló la sosa quietud de la tortuga que dormía en una caja y bajó las escaleras.

Mientras abría la puerta calculó que eran las ocho treinta y nueve. El colegio estaba a menos de ocho minutos. Tenía más de media hora para explorar la calle y encontrar en ella algo, una fuente, un patio, una ventana u otro objeto que marcar en el plano.La ciudad en que vivía Bruno no era muy grande. Él podía cruzarla andando en poco menos de dos horas. Pero tampoco era tan pequeña como para resultar aburrida. Si alguien se fijaba con atención, se podían descubrir rincones nuevos.

Desde hacía un año, Bruno planeaba sus rutas de forma que, calculaba, seis meses más tarde conocería todas las calles de la ciudad. Pero no lo hacía por simple capricho, sino porque esperaba descubrir otros detalles que enriquecieran su plano.Al entrar en la calle Arenal aminoró el paso para ver con detalle los edificios, la situación de puertas y ventanas, los parterres y las macetas, la forma de los picaportes, los tejados, las farolas… Todas estas cosas pasaban bajo su mirada.

A mitad de la calle, Bruno se sorprendió ante un descampado extraño en esa zona. Al final de ese solar aparecía la fachada de una casa limpia y aseada. El descuidado terreno no parecía formar parte de la casa y contrastaba con la delicadeza de otros detalles: las cortinas de las ventanas, la hiedra que cubría la pared, el elegante número 15 dibujado sobre la puerta o las macetas del porche.

«¡Qué raro el sitio!» No recordaba haberlo visto nunca. Mientras observaba detalles de la casa, el reloj de la torre dio la campanada de los cuartos. «¡Las nueve y cuarto! ¡Qué tarde!» Bruno salió corriendo. Al llegar al final de la calle, torció a la derecha y atravesó un callejón que enlazaba con la avenida de Roma, que conducía al colegio por uno de los caminos más frecuentados de la ciudad.

Llegó corriendo hasta la puerta del colegio, a las nueve y veinticinco. Cinco minutos más tarde, cuando sonó el timbre por segunda vez, ya no había griteríos ni carreras. Sólo unos pocos rezagados subían sofocados las escaleras.

Excepto en clase de matemáticas, en la que pudo poner en práctica sus habilidades, el resto del día Bruno estuvo distraído, pensando en la casa de la calle Arenal.

Horas más tarde, la puerta del colegio se llenó otra vez de voces. Algunos grupos comentaban lo sucedido durante el día o quedaban para más tarde. Bruno salió acompañado por una chica, de quien se despidió al llegar a la puerta.

Al volver del colegio, Bruno rehacía el camino de la mañana. Como regresaba por sitios enrevesados, era difícil encontrar amigos que le acompañasen. Las calles, los edificios, las aceras y los árboles eran los mismos, pero siempre había algo diferente. Él pensaba que no era lo mismo ver las cosas cuando se va que cuando se viene.Al llegar al solar, observó la casa con atención. Nada en ella había cambiado desde la mañana: ni una puerta, ni una ventana, ni una cortina. Estaba un poco más umbría, pero aparecía blanquísima, destacando del resto de edificios. Resultaba extraña la quietud que la rodeaba.

Permaneció quieto esperando ver alguna actividad, pero nada se movió. Una bandada de palomas, que se alzó desde la casa de enfrente, le hizo volver la cabeza. Bruno miró su reloj y se sorprendió. ¡Llevaba allí más de un cuarto de hora! Era sorprendente. Él habría asegurado que sólo habían pasado un par de minutos.

Molesto, recorrió de prisa el camino de vuelta. Cuando divisó su jardín, las farolas se encendían y coloreaban de naranja el pavimento. Abrió la verja y subió las escaleras mientras se desabrochaba el abrigo para abrir con la llave que tenía al cuello.Por suerte, Marta ya se había ido, con lo que no había que perder tiempo con ella, pensó Bruno. Había una nota en la mesa de la cocina, que ni se entretuvo en leer. No necesitaba mirar el reloj para saber que llevaba doce minutos de retraso. ¿Retraso respecto de qué? Pues, en realidad, sólo de los ritmos que se había impuesto: llegar a las cinco y veinte; un minuto para subir; cuatro para ducharse; tres para ponerse ropa cómoda; quince para merendar; ocho para ordenar el cuarto y sacar cosas de su cartera. Todo ello dispuesto para, a las seis en punto, comenzar sus tareas.

Subió corriendo. Los siguientes minutos fueron frenéticos. Se desnudó por el pasillo, abrió el grifo de la bañera mientras metía la ropa sucia en el cesto, se hizo un lavado de gato, se puso los calzoncillos con una mano, mientras buscaba un chandal con la otra, se colocó dos calcetines desparejados… Y bajó a la cocina, saltando escalones de dos en dos. «Tomaré dos yogures. Falta mucho para la cena.»

Regresó a su cuarto a las cinco cincuenta y nueve. «¡Uf, qué día de carreras!» Por fin, todo estaba bajo control. Abrió la cartera, sacó “Alicia” y se sentó. «¡Ya está!» Miró su reloj y sonrió triunfante: faltaban cinco segundos para las seis.

Sonó la puerta y se oyeron murmullos. Sus papás volvían del trabajo. Ahora, tendría que bajar, contar cómo había ido el día, escuchar los planes para esa tarde, hacer alguna tarea. «¡Vaya lata! ¡Diré que tengo que estudiar!»

A pesar de sus protestas, Bruno no pudo dedicar la tarde a lo que le apetecía. Su mamá decidió que era el momento ideal para resolver asuntos pendientes: cortarse el pelo y buscar unas zapatillas de gimnasia que sustituyeran a las raídas.«¡Vaya ideas tontas! Pelarse en febrero, con el frío que hace. ¡Y qué decir de las zapatillas!». Odiaba la clase de gimnasia y jamás había intentado jugar al fútbol o al baloncesto. Esas zapatillas tenían la suela muy delgada para pasear, que era lo más parecido al deporte que le gustaba hacer.

Pasó la tarde refunfuñando. Se cortó el pelo sin decir palabra y al llegar a la tienda eligió las primeras zapatillas que le iban bien y exigió volver rápido a casa.Regresó casi a las ocho. «¡Vaya tarde perdida!», se dijo. Faltaba poco para la cena, así que no podía ocuparse de nada. Además tenía que ducharse otra vez y cambiarse de ropa. Después de cenar se despidió de sus papás diciendo que tenía mucho trabajo. En total, no había cruzado con ellos más de diez palabras, todas monosílabas.

El reloj marcó las diez, tic-tac-toc. Bruno estaba en la cama, con la mirada fija en el techo. Todo había sucedido al encontrar la dichosa casa, que tanto había llamado su atención. Para él, lo que no tenía explicación era un misterio y el asunto no encajaba. «¿Quién había construído una casa desaprovechando un jardín tan grande?» Y, sobre todo: «¿Cómo pudo perder la noción del tiempo, por la mañana y por la tarde?»

Se oyó una llamada a la puerta y entró su mamá, que se sorprendió al verle, sin hacer nada. Intentó una conversación, cortada por el poco entusiasmo de su hijo:

— ¡Hola! ¿Qué haces?

— Nada.

— ¿Estás cansado? ¿Has tenido algún problema en clase?

— No.

— Bueno, es hora de dormir. Deberías apagar y descansar.

— Ahora voy.

Su mamá le dio un beso. Cuando ella salió, Bruno se quitó la bata y la dejó en el suelo, tras la puerta, para evitar que se viera desde fuera la rendija de luz. Así, cuando sus papás se acostaran pensarían que se había dormido.

Tomó “Alicia” y lo abrió por la marca. Pero tampoco tenía ganas de leer. Colocó la alarma del despertador a las ocho y un minuto, apagó la luz y repasó mentalmente su plano. La casa formaba parte ya de los objetos misteriosos. «Algún día, volveré allí, haré un dibujo de la casa y del solar y la buscaré en mis libros», pensaba.Poco a poco, el sueño fue cayendo sobre él. Afuera, la lluvia seguía lamiendo calles y tejados.


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