Con mi admiración

a ROBERT LOUIS STEVENSON,

a HERMAN MELVILLE,

a MARK TWAIN,

a DANIEL DEFOE…

y a todos los que poblaron mi infancia

de barcos, marineros, ballenas…


1

Cuando tenía siete años, Fabio estuvo a punto de morir de unas fiebres.

Entonces, los médicos iban a las casas para atender a los enfermos, despedir a los moribundos o recibir a los recién nacidos.

De eso hace mucho tiempo.

Nadie, ni siquiera el médico, pensó que Fabio sobreviviría.

Mientras deliraba, bañado en sudor y agotado por la fiebre, Fabio repetía una frase que a todos les resultaba incomprensible:

– Quiero ver el mar.

El pueblo en que vivía Fabio estaba muy lejos del mar. Estaba lo más lejos del mar que podía estar un pueblo.

A todo el mundo le resultaba incomprensible que Fabio quisiera ver el mar, cuando estaba a punto de morir. Porque en ese pueblo nunca se había visto un barco. Nadie había sido marinero. Y nunca nadie había sentido ese extraño deseo.

Esos días, mientras contemplaba su rostro de color ceniza, el padre de Fabio pensó apenado que su hijo nunca jamás vería el mar.

2

Fabio sobrevivió a las fiebres. Creció y se convirtió en un muchacho robusto. Y consiguió ver el mar.

Pero no sólo vio el mar como lo hacen muchas personas, desde la orilla de una playa o el malecón de un puerto.

Fabio se embarcó de grumete, primero en barcos pequeños y luego cada vez más grandes.

Dio varias veces la vuelta al mundo. Y acabó siendo capitán de algunos barcos.Para Fabio, el mar era una atracción irresistible. Cuando volvía de uno de sus largos viajes, pasaba una temporada en tierra, pero siempre pensaba en embarcarse de nuevo.

Hasta que cumplió cincuenta y cinco años. Entonces, decidió que ya no tenía edad para enfrentarse a las olas y a las tormentas, a los remolinos y a los vendavales.

A esa edad, Fabio había ahorrado una pequeña fortuna. Se construyó una cabaña al borde de un acantilado.

Se dedicó a pasear, a contemplar desde lo alto cómo el agua se tragaba cada tarde el disco brillante del Sol.

Y a cuidar con esmero un pequeño jardín botánico que hizo crecer alrededor de su casa.

3

Mucho tiempo atrás, Fabio había estado casado. Su mujer era una hermosa muchacha de ojos grises. Vivieron juntos y felices algunos años.

Ella se llamaba Luisa y trabajaba en la conservera del puerto.

Cuando Fabio estaba embarcado, enfrentado a las olas y a las tormentas, a las corrientes y a los huracanes, Luisa caminaba hacia las once de la noche hasta la punta del faro y enviaba a su marido un beso.

A la hora adecuada, según la parte del mundo donde estuviera, Fabio subía a la cubierta de su barco y recibía, colgado en un viento, el beso de su mujer. Y enviaba otro para ella, que recibía colgado en otro viento.

Pero un día, sin que Fabio lo supiera, el médico tuvo que ir a casa de Luisa. A pesar de sus esfuerzos, el doctor no pudo salvarla.

Muchas noches, hasta que volvió de su viaje, Fabio envió besos que los vientos no llevaron a ninguna parte.

Cuando a su regreso se enteró de que ella ya no estaba, Fabio se desesperó y creyó morir. Visitó su tumba en el cementerio, la llenó de flores y embarcó en la primera nave que salía del puerto, sin preguntar a dónde se dirigía.

Fabio y Luisa no tuvieron hijos.

4

Al sur de las tierras de Fabio, al lado reservado a los frutales (almendros, castaños, ciruelos y prunos, entre otros árboles) se extiende la finca que se conoce como La Casona.

La Casona ocupa una extensa parcela, en cuyo centro hay una antigua mansión que perteneció a una familia que hace tiempo emigró de la aldea.

Cinco años atrás, una pareja llegó al pueblo con dos niños pequeños, Mario y Nieves. La mujer y el hombre compraron La Casona y encargaron obras para reformar el edificio y reparar el camino.

El camino llega hasta la carretera, de donde se asciende a la mansión, hoy convertida en una casa rural que, sobre todo el verano y los fines de semana, acoge a algunos turistas.

Los dos niños han crecido. Ahora, Mario tiene nueve años y Nieves siete.

Entre la parcela de Fabio y La Casona no hay vallas. A veces, Mario y Nieves caminan entre perales, manzanos, almendros y otros frutales, y llegan a la finca de Fabio.Allí, le preguntan si son ciertas algunas leyendas que circulan por el pueblo:

– Fabio, ¿es verdad que una vez viste un pulpo gigante de dos cabezas?


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