1. Ahmad Safi

Ahmad nació un día de fiesta, el día en que los hombres y las mujeres de la aldea salían a la calle desde el amanecer hasta la noche haciendo sonar el duff, el argul y la sallãmiyya. El día en que los tañidos de la rabãba y el ritmo de las tablas ahogaban las voces de los niños y los balidos de las cabras. El ruido, el jolgorio y el bullicio del día de su nacimiento marcaron a Ahmad para el resto de su vida. De él decía su abuela que había sido concebido por el zummãr de su padre, y no por el mismo órgano que había engendrado al resto de sus nietos.

Era el séptimo varón del primogénito de una familia de miembros numerosos, tanto por la rama materna como por la paterna. Su nacimiento pasó desapercibido en una estirpe tribal en la que las voces y los llantos de los niños eran constantes, una generación tras otra. Pasó desapercibido para todos salvo para Na´ima, la abuela de Ahmad, quien consideraba que la larga lista de varones de su hijo mayor era presagio de larga vida para una familia entre cuyos antecesores se encontraban discípulos personales del Profeta. Y lo fue especialmente porque el Siete era el número sagrado para la abuela. El número de estrellas de la constelación de la Osa, el de minaretes de la más Sagrada de las Mezquitas, el de agujeros del cuerpo por los que entra o sale la vida.

No resultó extraño, por tanto, que fuese la abuela quien se encargara de la crianza de Ahmad. Dejando aparte los breves períodos en que el niño mamaba del pecho de su madre, era Na´ima quien se encargaba de acunarle, de limpiarle, de fajarle durante el invierno y de abanicarle y de espantar los mosquitos durante el verano. Hasta que aprendió a andar, la abuela permaneció horas y horas al lado de su cuna. Cuando dio sus primeros pasos, fue también la abuela quien vigiló sus tropezones y le ayudó a levantarse del suelo. Más adelante, fue ella también quien le contó historias, le cantó canciones y le enseñó a bailar.

Días antes de que Ahmad fuese circuncidado, Na´ima visitó al barbero del pueblo, a quien conminó en varias ocasiones para que tuviera dispuestos y perfectamente limpios sus instrumentos. Harto de las molestias de la vieja e incomodado por sus amenazas en caso de que el corte fuera impreciso, el barbero echó a la abuela de su casa y advirtió al padre de Ahmad que no quería a la anciana loca en su casa. El hijo de Na´ima prohibió a su madre asistir a la circuncisión, agravio que la mujer juró no olvidar. No obstante, su voz estuvo presente tras la tapia, durante la ceremonia, mientras cantaba una antigua canción egipcia:

Entra al jardín y tráelo, barbero.

Entra al jardín y ténlo quieto;

y cuelga sus ropas, barbero.

Entra al jardín y encontrarás a Muhammad

más guapo que los de su edad, barbero. [1]

En la familia consideraban estos y otros gestos como una muestra del desvarío de la mujer, lo que provocó no pocos celos entre otros hijos de Na´ima, que observaban cómo sus desvelos se dirigían hacia el séptimo varón de su hijo primogénito.

Cuando nació Ahmad, Na´ima era una mujer enjuta y llena de arrugas pero con el cuerpo aún vibrante. De joven había sido una hembra atractiva y vigorosa. Cuando quedó viuda, se hizo cargo de sus hijos e hijas y supervisó sus casamientos para asegurarse las mejores dotes y las parejas más adecuadas para una descendencia que ella deseaba abundante. Tiempo atrás, su familia había atesorado una fortuna en ganado, tierras y casas que el tiempo convirtió en polvo. Ella se aferraba al recuerdo del prestigio familiar y soñaba rescatar un día el poder del que había oído hablar a su madre y a la madre de su madre. Cuando su nuera quedó encinta por séptima vez, pronosticó que lo que había en su vientre era un varón. El séptimo varón de su primer hijo tal vez fuera, pensaba, quien devolviera la gloria a la familia.

Absorbida por el nieto, la abuela soltó las riendas de los asuntos que había gobernado con mano férrea. Hasta la llegada de Ahmad, pasaba el día de un lado a otro, apoyada en su curvado bastón. Iba y venía a las casas de sus hijos para supervisar el estado de sus hogares: aconsejaba a los hombres, reconvenía a las mujeres, daba instrucciones a los pequeños, ahuyentaba a los enemigos y negociaba con los mercaderes. Todos en la aldea la conocían y la temían. Y todos se alegraron, sobre todo los hermanos menores del padre de Ahmad, cuando comprobaron que la predilección por el pequeño se veía compensada por la distancia que había tomado de los negocios familiares. Sólo el hijo mayor estaba justificadamente inquieto por la asidua presencia de la madre en la casa.

Ante los incesantes mimos de la abuela, el padre de Ahmad desesperó de rescatar para su mujer la crianza del pequeño. A los pies de su cuna, Na´ima pasaba las horas cantando un antiguo sûf, como el que enseñaba a los niños el uso de los cinco dedos:

Este es el pobre meñique,

éste es el del cuchillo,

éste es largo pero inútil,

éste es el del testimonio de Dios,

éste es el pulgar que persigue a las liendres. [2]

0 le cantaba una nana beduina que había escuchado a su abuela:

Hijo mío, hijo mío,

para mi nene yo canto.

Que las carnes de mi niño esparzan aroma

y que sean fofas las del niño del enemigo. [3]

El séptimo varón del primogénito de Na´ima creció como un niño consentido, protegido de las envidias y de las iras de sus hermanos, primos y compañeros de juego. Cuando el niño fue capaz de andar por sí mismo, se le veía agarrado a las largas sayas de la abuela por las empinadas calles del pueblo, haciendo con ella las visitas preceptivas, un día a la semana para cada uno de sus hijos.

Na´ima quería que su nieto aprendiese a leer no sólo los rudimentos para llevar los negocios familiares, sino también los Libros Sagrados que harían de él un fiel creyente y un buen patriarca de su numerosa familia. Cuando cumplió cuatro años, la abuela utilizó el Corán para mostrarle los signos que ella descomponía despacio, con el dedo, mientras los pronunciaba con su boca desdentada. El niño se resistía, porque prefería jugar con sus hermanos o amigos, pero la abuela consideraba imprescindible el aprendizaje y las dos horas diarias de trabajo con del Libro eran un precio indiscutible por su protección y ayuda. Durante el estudio, la mujer apartaba a los niños que distraían a Ahmad, echaba la llave de la casa, que daba a un patio interior y allí, ala sombra del emparrado, nieto y abuela desgranaban signos y palabras.

Ningún hermano de Ahmad había recibido una instrucción como aquella. Tras dos años de aprendizaje, los padres y los tíos de Ahmad estimaban que las clases duraban demasiado, y se atrevieron incluso a hacer comentarios en voz alta al respecto, en presencia de la vieja. Ésta les espantaba con su bastón y les anunciaba que el pequeño devolvería a la familia la gloria perdida hacía tiempo.

A los siete años, Ahmad era capaz de leer el Libro y la abuela consideró cumplido su objetivo en lo que a la lectura se refería. Terminadas las clases, el padre consideró que era momento de rescatar a su hijo de las manos de su madre y que acompañara a sus hermanos a rastrillar las eras o a recoger las espigas de los sembrados, como los demás niños de la familia. Pero la abuela tenía proyectos diferentes. Cuando una madrugada el padre de Ahmad tomó de la mano a su hijo para llevarle al campo, se encontró frente a Na´ima, que le amenazó con un bastón y juró que ese nieto no se malgastaría por los campos, ya que debía rescatar para la familia el esplendor pasado. El padre insistió en llevárselo pero recibió un bastonazo de advertencia en el hombro. Al volverse y ver a su madre enarbolando el largo palo, amenazante y decidida a cumplir sus propósitos, el padre soltó a Ahmad, dio la vuelta y consideró que aquel hijo estaba totalmente perdido para él.

Ahmad eludió el trabajo, aunque pagó un precio alto. Sus hermanos, primos y amigos le dieron de lado. Pasó su infancia bajo las sayas de su abuela. El pueblo murmuraba sobre de la locura de la mujer, la incapacidad del padre para enfrentarse a la vieja y los caprichos del niño, a quien se consideraba víctima principal de la situación. A Na´ima no le importaban los comentarios y siguió aferrada a su nieto. Era frecuente ver pasar la silueta orgullosa de la mujer, tocada con un pañuelo negro, acompañada por el niño, cada vez más alto y esbelto. Durante estos paseos la abuela evocaba la historia familiar, reclamando para su clan tierras, pozos, frutales, casas y acequias que ahora tenían otros dueños. Na´ima señalaba a su nieto con el bastón que tal prado, en el que ahora pastaban las ovejas de sus vecinos, había sido en otro tiempo propiedad del bisabuelo del niño. O que tal establo algún día había guardado los ganados que hacía sólo tres generaciones pertenecían a los Safi.

Ahmad, aplicado, conoció al poco la historia del pueblo, y consideraba suyos los prados, ganados, establos, charcas y árboles de la zona. A sus diez años no era consciente aún del pedido de su abuela, que le hacía responsable del rescate del honor familiar. Sin embargo, creía ciertas las visiones de la mujer, que le convertían en ganadero, y no agricultor como el resto de la familia. Si hacía caso de las premoniciones de la abuela, Ahmad compraría unas cabezas de ganado a los diecisete años. A los veinte, el rebaño se habría multiplicado por tres. Vendería las reses en la ciudad, obteniendo dinero para adquirir el prado por el que discurrían los arroyos que abastecían de agua a la aldea. A partir de entonces todo sería sencillo, pues cobraría derechos por el uso de sus cauces y compraría ganados, cultivos, casas y negocios, hasta restablecer la fortuna de los Safi. Luego, Na´ima concertaría una boda con la hija mayor de los Juri, la próspera familia de la aldea vecina, y Ahmad sería respetado en la comarca, mientras ella vigilaría los negocios de ambas familias…

La abuela acompañaba sus paseos con narraciones que ella había leído u oído cantar y narrar a los músicos en las fiestas. Eran historias de algún joven príncipe que realizaba hazañas extraordinarias, de algún niño que superaba obstáculos insuperables hasta acceder a la cima del saber o de la riqueza. Ahmad oía estas historias embobado. Por su imaginación pasaban cocodrilos que se tragaban a un hombre de un bocado, cobras que devoraban a una persona pero en cuyo vientre un niño de raras cualidades encontraba un anillo mágico, criaturas encantadas que vivían bajo el agua y resultaban irresistiblemente seductoras, genios que realizaban los deseos de su amo, héroes que luchaban con toros, tigres y caimanes, doncellas que salvar, tesoros que descubrir y reinos que conquistar. En ellas Ahmad se convertía en protagonista y mientras paseaban por el campo el niño tomaba una caña y la blandía como una espada, imaginándose príncipe guerrero.

El cumpleaños de Ahmad coincidía con la fiesta del pueblo. El niño tenía idea de que era sólo el suyo el que se celebraba, pues el de sus padres, hermanos y primos pasaban desapercibidos a lo largo del año. Las fiestas se asociaban con el fin de las tareas agrícolas y eran tiempo de jolgorio y de olvido de las fatigosas obligaciones diarias. Se preparaban desde tiempo atrás, pero era en un día cuando se concentraban las danzas, los bailes, los cantos y las representaciones teatrales. En ocasiones, cuando la cosecha había sido abundante, el consejo contrataba a algún grupo de titiriteros que actuaba durante todo el día a cambio de comida, algunos animales y unas pocas monedas.

Ahmad no olvidaría su undécimo cumpleaños. La cosecha resultó espléndida y el ganado se había vendido a buen precio, así que no fue uno sino dos el número de grupos contratados. El primero llegó la noche anterior y desde que aparecieron sus carros los niños acudieron a la plaza para ver cómo actores y músicos montaban el tablado y armaban un pequeño teatro. El segundo grupo apareció al amanecer, cuando la calle comenzaba a llenarse de hombres, mujeres y niños vestidos con los mejores atavíos, sobre los que colgaban collares, telas y adornos de colores. Todos se asombraron al contemplar un enorme camión que arrastraba un vehículo que no habían visto nunca, que a todos pareció una caja rodante, cerrada por sus cuatro costados y el techo. El pueblo recibió los inesperados vehículos con curiosidad. Y todos se preguntaban acerca de la extraña inscripción que se leía en un lateral, que podía leerse pero no entenderse, bajo la extraña palabra de “kinematógrafo”.

Durante el día de fiesta, las viudas se encerraban en las casas y Ahmad podía disfrutar el día entero bailando de calle en calle, sin la presencia de la abuela. El pueblo casi al completo, unos tocando instrumentos, otros tañendo tablas y todos bailando, siguió durante horas al grupo de músicos, que se detenía a las puertas de las mejores casas, recitando o cantando, hasta que recibía algún obsequio de sus dueños, halagados por la deferencia. El segundo grupo, el que había llegado con los extraños vehículos, anunció su actuación al anochecer, así que no hubo que preocuparse por ellos. Se hizo una pausa para la comida familiar, en la que se tomaban los corderos sacrificados el día anterior, y la fiesta continuó después con un teatro para los más pequeños y canciones e historias atrevidas para los adultos, en un lugar más apartado. Todos mientras tanto observaban de reojo el extraño escenario montado por el segundo grupo, que había desplegado una enorme cortina blanca, cubierta por una lona grande como para contener un establo.

Al anochecer, un hombre de acento extranjero anunció el comienzo del misterioso espectáculo. Gritaba sobre una curiosa bocina que amplificaba su voz, y todos abandonaron la música y el teatro y acudieron a contemplar la maravilla anunciada. Los niños se colocaron en el suelo, en primera fila, mientras los mayores se situaron detrás, sentados o de pie sobre unos ligeros escaños que habían desplegado los feriantes.

El pueblo contempló conmocionado un espectáculo en el que personajes descoloridos como sombras se movían y hablaban sobre la enorme cortina, iluminada por un raro aparato. Los gritos de admiración, incredulidad y sorpresa ocuparon los primeros minutos de la proyección, pero al rato todos, de los ancianos a los niños, quedaron en silencio, prendados por las imágenes de personas y lugares desconocidos.

Todos menos Ahmad, que consideraba que esas escenas desvaídas en nada igualaban la riqueza de las historias que él imaginaba con Na´ima, ni tenían la brillantez y alegría de la música que había oído horas atrás. El niño salió a gatas del recinto y buscó a los músicos, que comenzaban a embalar sus bártulos. Entabló conversación con ellos y quedó fascinado por los largos tubos paralelos del argul, por las variedades de sallamiyyãs, por la caja y el arco de la rababã y por la tersura de la piel de la darabukka. Ahmad fue invitado a tocar los instrumentos, a rascar la rababã y a golpear el duff, las tablas y los panderos. Luego intentó, sin éxito, extraer un sonido de los instrumentos de viento. Los músicos, conmovidos por el interés del niño, le enseñaron a colocar los labios en las embocaduras de las flautas, hasta lograr que Ahmad arrancara algún gemido. Un flautista comenzó a tocar y los demás ferientes se unieron a la fiesta. Ahmad fue durante dos horas único espectador de una magnífica función narrada, cantada y bailada sólo para él. Al final, un músico regaló al niño una suffãra.

Cuando al día siguiente Na´ima preguntó sobre el exótico espectáculo del que había oído hablar a todo el pueblo, Ahmad comunicó sin interés su opinión sobre el cine y espetó: «Yo quiero ser músico.» La abuela, que caminaba junto al pequeño, le dio un golpe en la cabeza y le dijo: «Tú serás príncipe.» El niño no discutió, pero mostró cada vez más desinterés por los planes y proyectos de la vieja. En las horas libres, cuando ella dormía la siesta, Ahmad extraía la suffãra de sus ropas e intentaba tocarla, situando el instrumento oblicuamente, como había visto hacer a los músicos, y colocaba los pequeños dedos sobre los seis agujeros. Después de varios días logró extraer un susurro puro, aunque todavía le faltaba habilidad para arrancar de la flauta un sonido armonioso, obturando los agujeros que producían las diferentes notas.

Semanas después, sin embargo, consiguió mover ágilmente sus pequeños dedos y reproducir la música de las canciones que había oído cantar a su abuela. Entretanto, habían ocurrido acontecimientos que escaparon del conocimiento de Ahmad. Na´ima y su hijo habían discutido agriamente en relación con la absurda educación que estaba recibiendo el nieto, y el padre reclamaba al chico para las tareas familiares. Un ligero vello cubría ya el labio superior de Ahmad y el padre se desesperaba al ver el desperdicio de un varón sano dedicado a pasear, a tocar la flauta y a oir o narrar extrañas historias. Una tarde, mientras el chico tocaba la suffãra, su padre apareció por la puerta, le arrancó el instrumento y lo destrozó contra la pared, mientras tomaba al chico del brazo y gritaba: «Desde mañana, te levantarás con tus hermanos.» No sirvieron las protestas de la abuela cuando amenazó con su bastón, pues el padre tomó el palo y lo arrojó por encima de la tapia. Ahmad miró con ira a su padre y sólo pronunció tres palabras: «Yo seré músico.»

Rendido a la amenaza paterna, el niño se levantó la mañana siguiente y fue a escardar las malas hierbas, sufriendo las burlas de sus hermanos y primos cuando se quejaba por las espinas que se clavaban en sus delicadas manos. La abuela se recluyó en un silencio absoluto, pues se sentía afrentada por su hijo y decepcionada por su nieto. Permanecía inmóvil durante horas en un mismo lugar de la casa, sentada y apoyada en su bastón, observando con sus ojos inquietos lo que sucedía, pero sin entrometerse en las conversaciones. Realizaba visitas cada vez menos frecuentes a las casas de sus hijos y ni siquiera contestaba en ocasiones a las preguntas de Ahmad, que apreciaba a la mujer, aunque no estuviera de acuerdo con sus planes.

Ahmad rescató los trozos de su flauta y las unió con un cordel, pero el sonido se debía escapar por las fisuras de la madera, pues no tenía la misma brillantez que antes. Se propuso construir un instrumento idéntico al original. Una tarde, caminó hacia el río para cortar cañas que tuvieran un grosor similar al instrumento roto, y escondió los tallos bajo la leña. Consiguió un cuchillo y pasó tardes enteras vaciando la médula de las cañas, cortándolas hasta el tamaño adecuado y haciendo los agujeros de su nueva flauta. Probó con varias y consiguió al fin dar con una cuyo sonido era similar al de la suffãra rota.

En su doce cumpleaños, Ahmad ya había recuperado el prestigio perdido. Sus manos se habían encallecido con el trabajo y su tez había adquirido el tinte tostado de los labradores. En sus horas libres se había fabricado tres flautas diferentes, de sonido musicalmente equilibrado, y se había convertido en un experto en el manejo del cuchillo, con el que tallaba bellas figuras en la embocadura y en la caña. Cuando llegaron los músicos, Ahmad les enseñó sus flautas y les acompañó en algunas canciones. Ellos alabaron su musicalidad y le enseñaron el resto de instrumentos. El muchacho tomó nota de sus dimensiones, la forma de su embocadura y la distancia entre los agujeros. Esta vez fue Ahmad quien obsequió a los músicos con una de sus flautas, y uno de ellos entregó a Ahmad un argul corto. El chico se emocionó al recibir el doble tubo, del que se extraían sonidos tan maravillosos. Se prometió construir una flauta igual, antes de que los músicos regresaran el año próximo.

Ahmad ocultó el mensaje «Yo quiero ser músico» y un día dijo: «Yo quiero ser carpintero.» El padre consideró que aquella decisión podía ser acertada, pues sabía de su habilidad con el cuchillo, y habló con el carpintero de la aldea, solicitando que admitiera a su hijo como aprendiz. El viejo aceptó el presente del padre de Ahmad, cuatro corderos lechales como pago por el aprendizaje, y admitió como ayudante al chico, comprobando con satisfacción que tenía la habilidad suficiente para usar gubias, martillos, sierras, cepillos y formones.

A medida que el muchacho crecía, Na´ima se encogía y era cada vez más raro verla pasear por las calles de la ciudad. Durante el verano permanecía sentada bajo las parras del patio, disfrutando de la sombra y del frescor de la tierra regada. En el invierno, se quedaba acuclillada frente al poyete donde ardía la lumbre. No abandonaba su cayado, sobre el que apoyaba el peso de su espalda, y estaba siempre atenta a las conversaciones familiares. Aunque perdió agilidad, vista y oído, no se resignó a abandonar las riendas del clan. Estaba presente en los acontecimientos y reuniones donde se hablara de asuntos económicos o sociales y llegaba el tiempo en el que había que ocuparse de los casamientos de los hijos de su primogénito. Había cambiado sus hábitos pero su influencia, salvo en lo que se refería al control de Ahmad, no había declinado. A diferencia de lo que ocurría antes, cuando irrumpía en las casas provocando el pánico, ahora los hijos, hijas, yernos y nueras iban a pedir su opinión y ella respondía afirmando o negando con la cabeza, o susurraba consejos que sólo eran oídos por su interlocutor.

La relación entre Na´ima y Ahmad adoptó nuevas formas. Cuando él regresaba del taller, iba a saludar a la anciana, que encendía sus ojillos recordando los tiempos que habían pasado juntos. Rara era la ocasión en que la abuela no dijera a su nieto frases como: «Tú serás el príncipe de la familia», o «Debes restablecer el honor de los Safi.» Ahora era sólo Ahmad quien oía esas frases, lo prefería así porque no despertaban los celos de sus hermanos, y respondía riendo: «Así, será, querida abuela», o «Seré príncipe y te nombraré princesa consejera», un juego entre ambos que para la anciana distaba mucho de ser trivial.

El nieto creció y un incipiente mostacho sustituyó la pelusa de la adolescencia. La abuela acabó por perder las cuatro o cinco piezas dentales que le quedaban y se agachó aún más sobre sus rodillas, que apenas ya la sostenían. Ahmad encontraba tiempo, terminadas sus faenas como ebanista, para pasar ratos con la anciana, y recordaba para ella historias que tiempo atrás le había contado la mujer, o tocaba alguna melodía que había oído o que él había compuesto. Muchas eran canciones melancólicas, lentas y sencillas, con aire de no tener nunca fin. Pero otras eran breves y rápidas, canciones de fiesta y de juventud, a través de las cuáles la abuela evocaba cuando era joven y bailaba en las fiestas.

Cuando la corriente eléctrica llegó a la aldea se produjo una pequeña revolución. Fueron muchos, sobre todo los jóvenes, quienes agradecieron a la fuerza misteriosa algunas de sus virtudes. Sin embargo, los viejos vieron en las bombillas y en los aparatos una amenaza y consideraron una blasfemia que unas serpientes misteriosas, venidas de más allá de las montañas cabalgando sobre postes de madera, alteraran los ritmos del día y de la noche. Na´ima, por su parte, tuvo buen cuidado en no pulsar ningún interruptor y en no tocar aquellos cables que resultaban tan peligrosos. Incluso por las noches, cuando la familia se sentaba a la mesa, bajo la mortecina luz de una bombilla amarillenta, la abuela permanecía lejos del foco luminoso, en las sombras.

Meses después de ese acontecimiento llegaron a la aldea los primeros soldados. Para Na´ima, la presencia de los soldados, con sus ruidosas armas, era consecuencia directa del uso de la corriente eléctrica.


**Procedencia de los poemas [1], [2] y [3]: El mawwal egipcio, expresión literaria popular, Serafín Fanjul. Instituto Hispano-Árabe de Cultura. Madrid, 1976.

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