COMO TÚ

(20 RELATOS + 20 ILUSTRACIONES POR LA IGUALDAD)

Editorial ANAYA

Febrero de 2019. 170 páginas.

Un proyecto creado y dirigido por Fernando Marías

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Prólogo, de Fernando Marías

Algunos libros se definen con nitidez desde el título. Este es uno de ellos. Revisémoslo un instante: "Como tú. 20 relatos + 20 ilustraciones por la igualdad".

El contenido parece claro, sobre todo si consideramos que el sello editorial es Anaya: se trata de una colección de relatos e ilustraciones comprometidos con la igualdad y dirigidos a lectores jóvenes. Se diría que no hace falta añadir más y que, por tanto, el prólogo podría acabar aquí mismo, lo que equivaldría a decir que sobra. En literatura, como en casi todo, lo que no añade sobra.

Sin embargo, si queremos mostrar el hilo de pensamiento que ha desembocado en la creación del libro.

La educación es la base de todas las cosas buenas y de todas las cosas malas. Parece mentira, pero a menudo se olvida. Una buena educación generará ecos positivos, de la misma manera que una educación descuidada, inadecuada o mala acabará antes o después por resultar nefasta. Lo demuestra la Historia y lo corrobora la vida cotidiana de nuestros días.

La igualdad entre hombres y mujeres no existe en nuestra sociedad actual. Esa carencia inaceptable, de cuya realidad estamos convencidos, reclama soluciones apremiantes que deben abordarse desde los primeros pasos de la educación de las personas jóvenes. La igualdad se conseguirá en las aulas o no se conseguirá.

Como tú quiere aportar su grano de arena a este propósito. Fueron convocados 20 escritoras y escritores con el fin de escribir un relato breve sobre igualdad. Hay relatos de todos los géneros y miradas, la mayoría enfocados desde la narración clásica, aunque también pueden encontrarse dos poemas, un guion de cine, un texto teatral y un hilo de Twitter.

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Luego, otras 20 ilustradoras e ilustradores iluminaron los relatos en una fusión de creación y compromiso entre palabra e imagen que dio como resultado un libro potente y hermoso, a veces terrible y a veces irónico, siempre lúcido, del que nos sentimos orgullosos.

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Esto es Como tú.

Quienes hemos hecho este libro lo amamos.

Por eso deseamos que un día lo más cercano posible resulta innecesario.


Mi cuento: LEER EL CIELO

Ilustrado (magníficamente) por ALBA MARINA RIVERA

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Mwana llevaba tiempo avisando de que el próximo sería su último viaje, pero nadie le hacía caso. Todos en el poblado confiaban en que un año más subiera al Gran Baobab y bajara de nuevo, y él llevaba meses advirtiéndolo:

–Ya no me veréis bajar. No estaréis preparados para lo que viene.

Nadie le creyó. Mwana siempre había subido y siempre había bajado. Así lo recordaban los niños que ya eran adultos y las niñas que el tiempo había convertido en mujeres. Solo los ancianos del lugar, tan viejos como Mwana, recordaban que antes de él había otro Lector del Cielo, y todos confiaban en que fuera eterno.

Pero Mwana ya lucía cejas grises, sabía que su fin estaba próximo y el día de su ascensión tuvo la certeza de que no volvería a pisar el suelo. Por eso, a diferencia de otras veces, unos pocos curiosos le vieron hacer una extraña ceremonia: recogió en sus manos un montoncito de tierra roja y lo esparció por su rostro y su cabello; a continuación, guardó otro puñado en su zurrón. Luego, en silencio, comenzó a subir. Mientras engarfiaba sus dedos en la corteza del gran árbol, sintió tristeza al escuchar las inconscientes palabras de un niño:

–¡Ánimo, viejo! ¡Sube y bájanos buenas noticias!

Llevaba años advirtiéndoles y nadie le hacía caso. Ser Lector del Cielo resultaba duro y peligroso. Subir al Gran Baobab requería medio día; exigía la fuerza de unos brazos y unas piernas jóvenes, y él ya era mayor. Y cuando se alcanzaba la copa la tarea no había hecho más que empezar. Debía permanecer allí dos, tres o cinco semanas hasta que el Cielo se revelase ignorando el vértigo, durmiendo al raso, desafiando al viento o robando insectos a las serpientes o a los murciélagos, y él ya era viejo. Llevaba años intentando que algún joven aprendiese su oficio, y no lo conseguía. Unos bajaban del tronco a medio camino, aduciendo que el esfuerzo era excesivo. Otros lograban ascender y descendían al poco, diciendo que la tarea era aburrida o la comida repugnante. Los más resis-tentes soportaban unos días y se rendían diciendo que allí no veían nada.

Mwana sabía que leer el cielo era indispensable para el poblado. Del Gran Baobab dependía su supervivencia. Las lluvias empapaban la tierra, alimentaban sus raíces y su gran tronco era el pozo viviente en muchas leguas a la redonda. Leer el cielo significaba anticipar cuánto llover-ía en la estación húmeda y dónde. Más de una vez, Mwana había salvado a los suyos de una muerte cierta, aconsejando emigrar con tiempo a las Tierras Altas o vender con antelación los cebúes que morirían de sed los meses de sequía. Así lo habían hecho los Lectores del Cielo durante ge-neraciones. Sin un Lector del Cielo su pueblo estaba expuesto al peligro, y Mwana ya no bajaría para comunicar sus pronósticos. Todos confiaban en que un año más descendiera del Gran Baobab y nadie subiría para conocerlos.

Pero Mwana se equivocaba. Al atardecer del quinto día oyó que alguien arañaba la corteza del árbol bajo sus pies, jadeando por el esfuerzo. Le asombró ver la cabellera de una joven, su rostro perlado por el sudor y sus uñas ensangrentadas, y preguntó:

–¿Qué haces aquí?

–Quiero aprender a leer el cielo.

–¿Una mujer…? Bah… Baja por donde has venido, si es que puedes hacerlo.

Pero Laimé, que así se llamaba la muchacha, no bajó. Ni ese día ni al siguiente ni al otro, a pesar de que Mwana la ignoró y no respondió a sus preguntas acerca de lo que veía realmente un Lector del Cielo cuando miraba el horizonte al amanecer o al atardecer. Con paciencia, ignorando el vértigo, desafiando al viento, al frío y al sol, Laimé trepaba por las ramas siguiendo los pasos de Mwana, dormía al raso y disputaba insectos a los murciélagos y a las serpientes. Y así transcurrieron dos semanas. Ella paciente, observando durante horas por encima de su hombro. Él despreciativo, ignorándola.

–¿Por qué no me enseñas a leer el cielo? –preguntaba en ocasiones Laimé.

–¡Ninguna mujer ha leído jamás el cielo! –repetía él.

Laimé aprendió a distinguir por sí misma los celajes naranjas que avisaban del amanecer, los hilos grises que atravesaban el disco lunar y los grumos blancos que a veces velaban las estrellas. Aprendió a diferenciar la dirección de los vientos que hacían vibrar las ramas a distintas horas de la noche, y a anticipar cuándo los insectos abandonarían sus nidos según la temperatura del aire. Y mientras pasaban los días se dio cuenta de que iba poco a poco conociendo los signos, pero que le faltaban las reglas de aquel lenguaje, e insistía a Mwana:

–¿Por qué no me enseñas a leer el cielo?

Pero Mwana callaba. Solo al final de la tercera semana, poco antes de la puesta de sol, el hombre se volvió hacia la muchacha mientras su dedo señalaba un punto apenas visible en el horizonte. Laimé se esperanzó porque creía haber vencido su resistencia, y le escuchó decir:

–Es Bakiara, el águila… Viene a por mí.

–¿Te irás…? ¿Te vas a ir antes de enseñarme a leer…? –preguntó frustrada.

–No, no te enseñaré –respondió él–. Estás aprendiendo tú. Dentro de dos semanas, si consigues resistir, comenzarás a entender las señales.

En lo alto, el águila planeaba rozando la corona del baobab. Laimé observó cómo el hombre trepaba por las cada vez más delgadas ramas, y cómo se detuvo al oír un débil crujido. Entonces, Mwana tomó de su zurrón el puñado de polvo rojo y lo esparció sobre su cabeza, al tiempo que Bakiara se acercaba hasta donde él estaba.

Lo que sucedió después no pudo verlo Laimé, porque parte del polvillo cayó sobre su rostro y tuvo que cerrar los ojos. Cuando consiguió abrirlos y miró hacia arriba, Mwana y el águila habían desaparecido.

Laimé se sintió sola, pero no cejó en su empeño. Desafiando al vértigo, al viento y al frío, siguió dos semanas más en la copa del baobab, aprendiendo a leer el cielo de día y de noche. Cuando decidió bajar, se supo sabia. También fue consciente, al pisar el suelo, de que lo más difícil no había sido permanecer en el árbol ni aprender a interpretar los signos.

Ahora tenía que convencer al poblado de que podía ser Lectora del Cielo. La primera Lectora del Cielo.