Un escritor pasea curioseando por el Rastro y allí, en uno de los puestos de cosas de segunda mano, encuentra una carpeta roja desgastada por el tiempo. Paga el precio que le exige el vendedor, sin dudarlo, convencido de que en el interior guarda algo valioso. Su contenido y lo que le inspira llevarán al escritor por tierras gallegas tras las huellas de unas personas y de unos hechos, de los que apenas sabe nada, en un intento de reconstruir una historia que intuye apasionante.

Las buenas historias no tienen edad. Los buenos libros atrapan y apasionan a lectores de todas las edades. Esto es lo que pensaba mientras leía “Mujer mirando al mar”, el Premio Gran Angular de Literatura Juvenil de este año. En él su autor realiza una apuesta arriesgada al mezclar en un mismo todo la narrativa y la poesía, fusionándolas y haciendo que lleguen al lector unidas, reforzándose la una a la otra. Cuenta el autor que primero fue el relato (hace diez años), después el poema y finalmente el libro porque, Elena, la protagonista, le susurraba al oído que lo escribiera. Afortunadamente, Ricardo le hizo caso.

La historia que cuenta es emocionante y necesaria. Emocionante por la cantidad de sentimientos que despierta. Necesaria porque da voz a quienes no la tuvieron, a quienes la perdieron y nunca la recuperarán. Aunque tal vez deberíamos hablar de historias, en plural. Por un lado el narrador, que también es escritor, nos explica el proceso de creación literaria desde el mismo instante en que halla unos poemas que le producen curiosidad, que le atrapan y le llevan a tirar del hilo del relato real que se esconde tras ellos. Esa sería la crónica de la búsqueda del narrador. Por otro lado está la historia que él le supone a Elena, la mujer a la que cree autora de los versos. Y, finalmente, el tercer vértice del triángulo es lo que realmente aconteció y que aparece relatado al final del libro.

De esta manera el autor hace reflexionar sobre aquello de que la verdad esconde muchas verdades, de que la realidad se compone de infinitas realidades. También nos ofrece una apasionante visita a la cocina del escritor, ya que de la mano del narrador-escritor seguimos los pasos que este da durante todo el proceso de creación desde el mismo instante en que surge la inspiración, desde que nace la idea. Conocemos su forma de trabajar, sus impresiones, su método y sus manías y nos preguntamos si podrían ser las de Ricardo Gómez o simplemente una ficción.

Otro de los aspectos de este libro es que se trata de un viaje a la memoria, una memoria condenada a convertirse en desmemoria si nos empeñamos en negarla. Esa memoria individual, la historia de las pequeñas historias de las personas anónimas que se peredería en la niebla del olvido si no es por el interés que tienen algunos escritores como Ricardo Gómez en rescatarla y convertirla en un hermoso cuento, en una bella historia dirigida a los más jóvenes. Como el propio narrador explica, están condenadas “a la maldición del olvido”.

El estilo de este autor es sencillo, huye de florituras innecesarias pero eso no impide que se respire lirismo. Si a eso le añadimos los poemas de Elena, se puede decir que los sentimientos pueblan cada página de esta novela. Es un libro tierno pero también crudo en ciertos aspectos ya que retrata la crudeza de la posguerra, una época poblada por el odio y el miedo.

Dicho esto queda claro que la calidad literaria de la obra es indiscutible pero, además, el libro como objeto físico es una maravilla. Una edición estupenda muy acorde con lo que contiene.

María Dolores García Pastor