1: ¡MAMÁ!

Ciento ocho huevos. Nada menos que ciento ocho huevos había puesto Tuga en un agujero, cavado con esfuerzo una noche de luna llena en la arena fresquita de un río.En eso, Tuga había sido igual de hábil que otras tortugas, unos animales que ponen más o menos esos huevos cada vez que van a tener hijos.

Pero ni Tuga ni otras tortugas como ella esperan cuidar a una colección de hijos tan numerosa. En realidad, no esperan criar a ninguno en especial, porque las tortuguitas, en cuanto nacen y se libran de la cáscara, salen disparadas en todas direcciones para hacer su vida. Y ni sus mamás ni sus papás tienen que encargarse de ellas.

Veintinueve días después de la puesta, cuando la Luna lucía otra vez redonda en el cielo, el suelo en el que estaban depositados esos huevos se puso a bullir y de la arena comenzaron a salir una por una varias docenas de tortuguitas que corrieron disparadas en todas las direcciones.

Tuga, que se había colocado tras un árbol para asegurarse de que nacían, y porque su instinto le decía que tenía algo que hacer, vio cómo se alejaban. Contó hasta cincuenta y dos y se dijo:

– No está mal. Casi la mitad ha salido adelante.

Esa era una cantidad más o menos normal en el mundo de las tortugas. De ellas, algunas llegarían a viejas y desarrollarían un caparazón duro y con olor a antiguo, que las pondría a salvo de los animales salvajes. Incluso de los leones.

Cuando cesó todo movimiento, Tuga se acercó al hoyo que habían dejado los recién nacidos. Allí quedaban restos de cáscaras que había que tapar rápido, para que los animales no se enterasen de que había una nueva generación de apetitosas tortuguitas.

Al empujar la primera patada de tierra, Tuga oyó una vocecilla que parecía venir de una cáscara vacía que estaba medio oculta en la arena.

– ¡Mamá!

Tuga no sabía de ningún caso de tortuguita que hubiese llamado “mamá” a una tortuga. Por eso, se sorprendió mucho. Ella no esperaba cuidar de sus hijos. Había ido allí para hacer lo que tienen por costumbre las tortugas.

Pensó que esa llamada no era para ella. Así que siguió tapando el agujero. Pero escuchó de nuevo:

– ¡Mamá, mamá!

Indudablemente, la vocecilla venía de una cáscara medio abierta junto al borde del nido. Tuga fue hacia allí y comprobó que se trataba de una de sus crías:

– Anda, sal ya, que se han ido todas tus hermanas.

– Es que está todo oscuro.

– No está oscuro. Es que todavía estás dentro del huevo.

Tuga dio un mordisco a la cáscara y dejó a la tortuguita al descubierto. Estaba acurrucada en el huevo, con las patas encogidas, sin atreverse a salir.

– Venga, mujer, sal ya, que no vas a poder esconderte.

– Es que me da miedo. Y hay un Ojo que me mira muy fijamente.

– ¿Un ojo? ¿Qué ojo ni qué cáscaras? Eso es la Luna.

– ¿La Luna? ¿Y qué es la Luna?

¡Vaya pregunta! Con todo lo que ella tenía que hacer para proteger a sus otras crías. Mientras iba tapando el hoyo, trató de responder a lo que preguntaba la tortuguita miedosa.

Pero no pudo.

Eso sí era una buena pregunta. ¿Qué era la Luna?


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