Conferencia/taller impartida en Fuenlabrada , con los auspicios del Ayuntamiento y del grupo cultural Abanico. En septiembre de 2008.


Hace no mucho tiempo, solo unos cuantos miles de años, nadie pensaba en términos de “matemáticas” y “literatura”, porque nadie había inventado aún esas palabras. Se sobrevivía y poco más, en una época en que la esperanza de vida quizá no llegara a los treinta años. Se cazaba, se pescaba, se recolectaba, se cocinaba, se tenían descendientes y enemigos y amigos y enfermedades. Los cadáveres se inhumaban o se incineraban o incluso se devoraban. Lo más probable es que se contaran cuentos, biografías y leyendas y se buscaran explicaciones a fenómenos naturales como los rayos, la muerte, las inundaciones, las fases de la luna, los eclipses de sol, los terremotos, la comunicación entre las manadas de lobos, el origen de la enfermedad o los efectos de las plantas medicinales. Es casi seguro que parte de la vida era real y parte literatura. Entre las vicisitudes diarias y la narración de lo cotidiano es casi seguro que había espacio para la invención, el recuerdo, la especulación, el descubrimiento, la intriga, el mito o la religión: literatura, a fin de cuentas. Todavía faltaba mucho para que se supiera escribir, pero ya había literatura.

La literatura, como las matemáticas, nacen del pensamiento y no de la acción. Cuando nosotros, a comienzos del siglo XXI, recreamos una partida de caza neandertal de hace 40000 años, y tratamos de imaginar a un grupo de cazadores acechando a la presa, esquivando sus embestidas, llevándola hacia la trampa, aullando y alanceando al animal con sus herramientas de piedra, estamos haciendo literatura. Para los cazadores que entonces arriesgaron sus vidas para asegurarse suculentas comidas durante muchas jornadas, aquello no tenía nada de literario: era una mera cuestión de lucha y supervivencia. Sin embargo, tanto la planificación de aquella jornada de caza como su recreación las noches siguientes eran actos literarios. En esos relatos se evocaban los espíritus de los antepasados muertos, el miedo, el hambre, la solidaridad, la confianza, la emoción, el deseo y, de alguna manera, la generalización. Más tarde, esa jornada de caza, con sus aciertos y errores, podía ser recreada para aplicarla a situaciones similares, y es seguro que los padres se lo contarían a sus hijos para que en el futuro fueran buenos cazadores. Se lo contarían como cuentos que, muy probablemente, iban enriqueciéndose con elementos mágicos. Se hacía literatura.

La historia de las matemáticas, tal como está escrita en los libros, abarca como mucho unos 40 siglos, con los primeros escritos sumerios. Sin embargo, cada vez es mayor el número de descubrimientos arqueológicos que evidencian que neandertales de hace 400 siglos utilizaban huesos de animales como juegos de azar y para realizar cuentas y, posiblemente, llevar registros de fechas en primitivos calendarios. ¿Sabían matemáticas aquellos cazadores prehistóricos? Tal como hoy lo entendemos, probablemente no. Sin embargo, podemos asomarnos (literariamente) a lo que imaginamos de sus vidas y tratar de acercarnos a alguna respuesta.

En aquella época indefinida estoy seguro de que los humanos distinguían entre la monogamia y la poligamia y entre partos únicos, dobles y triples, conocían intuitivamente la relación entre masa y volumen, desarrollaban estrategias para hacer repartos iguales, comparaban el número de personas que componían sus tribus con el número de sus enemigos, eran capaces de igualar montones de diferentes cantidades, sabían estimar la edad de sus crías, calculaban cuántos días faltaban hasta la siguiente luna llena, ordenaban por edades y estaturas, medían distancias utilizando unidades naturales y, cuando se dieron los primeros pasos para la negociación, el trueque y el comercio, establecieron relaciones numéricas entre cantidades heterogéneas. Por supuesto, en aquella época no se hablaba de numeración, ni de equivalencias, ni siquiera de adición o de multiplicación. No existían las palabras “mil”, “cien” y ni siquiera “diez”. Se hacían matemáticas, aunque aún faltaba mucho para que se intentasen las primeras abstracciones y las primeras representaciones numéricas.

Dado que las anteriores habilidades no eran innatas y debieron ser transmitidas de padres a hijos, y teniendo en cuenta que en la época no existía ningún tipo de escritura, el proceso de enseñanza/aprendizaje era un acto narrativo, literario, en el que el padre contaba al hijo, el brujo a su sucesor, el jefe de la tribu al aspirante… En aquella época las cosas se narraban, se acompañaban de ejercicios prácticos y, casi seguro que en muchos casos, se hacía peripatéticamente o al calor de la lumbre. Es de suponer que los exámenes, de haberlos, serían orales y prácticos, y probablemente dramatizados con inciensos y conjuros, acompañados por una buena dosis de realismo mágico.

En aquel tiempo en el que aún nadie había inventado las palabras “literatura” y “matemáticas”, el lenguaje y las matemáticas discurrían en paralelo. El camino hacia la construcción de la matemática fue parejo al del lenguaje. Hubo un momento en el que alguien creó la palabra “ave” para representar no algo tangible, sino una abstracción que comprendía por igual a los buitres, los jilgueros, los vencejos y otros vertebrados alados que tenían la capacidad de volar. Lo mismo ocurrió con “cinco”. Hubo alguien, hace mucho tiempo, que inventó la secuencia “uno, dos, tres, cuatro, cinco”, que hablaba no de entidades concretas, sino de cualidades generales que afectaban a propiedades de grupos homogéneos de cosas. Asignar esas cualidades también fue un hecho literario, no matemático; nadie pensaba entonces en crear una disciplina nueva que se ocupara de la aritmética, la geometría o la topología. El número “cinco”, como las cualidades “ser mayor que” o “ser adyacente a” eran meros refuerzos del lenguaje, aditamentos literarios.

La construcción de la generalización “ave” es la misma que se necesita para crear “cinco”, y los números no son sino propiedades abstractas de las cosas y de las colecciones de cosas. Me he extendido aquí porque se puede pensar que el camino recorrido por antiguos homínidos es parejo al que siguen los niños y niñas cuando pasan de las etapas prenuméricas a las numéricas. Primero es uno mismo; más tarde, el objeto externo; después, las propiedades concretas del objeto; más adelante, las propiedades abstractas de ese objeto y de las colecciones de objetos homogéneos.

En su abrumadora pero apasionante Historia de las cifras, Georges Ifrah recorre las distintas formas de numerar y de hacer matemáticas tanto de pueblos prehistóricos como de históricos. Aunque el libro no es un tratado sobre psicología evolutiva ni sobre pedagogía de las matemáticas, permite conocer cuáles han sido las dificultades con que la humanidad se ha enfrentado a la hora de construir la aritmética, y las complejas e ingeniosas formas de resolver los problemas derivados de la escritura de números y las operaciones básicas. Cuando en la pizarra de un aula de primer curso de primaria escribimos una expresión sencilla en apariencia, como “12+8=20”, estamos resumiendo miles de años de evolución del pensamiento, en los que están implicadas las ideas de cantidad, de dígito, de adición, de igualdad, de cero, de sistema de numeración decimal, de valor posicional…

Sería muy curioso, para profesores de matemáticas de primaria, detenerse un tiempo en una expresión que hacemos leer a los alumnos, de una forma unívoca, como “doce más ocho igual a veinte”. Para empezar, lo que se espera de los alumnos, ante una expresión como “doce más ocho igual a…” es que se rellene una casilla con el número “veinte”. Si colocan en el orden apropiado un 2 y un 0, diremos que el alumno es competente para realizar sumas sencillas, de un número de dos dígitos con otro de un dígito. ¿Es esto relevante desde el punto de vista matemático? Reconoceremos que, como estímulo, si de lo que se trata es de que el niño se sienta satisfecho con una evaluación positiva del profesor, será bueno que sepa que la suma de 12 y de 8 es 20, aunque esa satisfacción durará bien poco, porque con la mejor de las intenciones su profesor le propondrá otros ejercicios similares, como 17+9=..., 22+7=..., 33+89=... para llegar en poco tiempo a lo más temido: 789324+87654=...

Como esto es una disquisición sobre literatura y no una clase de matemáticas, permitámonos jugar un rato con una expresión como “doce más ocho igual a veinte”, que también podría leerse como “doce más ocho da como resultado veinte” y que en ambos casos se representa convencionalmente como “12+8=20”. ¿Qué puede significar esto para un niño de seis o siete años? Pongamos en juego su imaginación. Esto puede querer decir que si hay doce golondrinas en un cable eléctrico y luego llegan otras ocho golondrinas, habrá un total de veinte golondrinas, en cuyo caso el signo = tiene como significado “al final hay”. Significa también que si en un monte hay dos madrigueras con doce y ocho conejos respectivamente, y en otro monte hay una única madriguera con veinte conejos, los dos montes tienen el mismo número de conejos, en cuyo caso se juega con el símbolo “=” con el significado “hay la misma cantidad que”. Pero, ¿qué tenemos, si metemos en un estuche doce lápices de colores y ocho bolígrafos? Cierto que hay 20 útiles de escritura, pero al solicitar una respuesta de este tipo estamos enriqueciendo su capacidad lingüística, y por tanto matemática.

Pero demos una vuelta de tuerca y sigamos jugando literariamente. También puede significar que si dos días de una semana vienen a casa a comer 12 y 8 personas y otro día de otra semana vienen a comer 20 personas, el signo “=” puede leer se como “es igual de gratificante (o de incómodo)”. Pero pensemos: ¿da realmente lo mismo? ¿Hay sillas para que se sienten a la mesa 20 personas a la vez? ¿Y es irrelevante que esas personas se conozcan o no, que se lleven mal, que se sienten a discutir de una herencia, o que sean de opiniones políticas contrarias? ¿Y estamos seguros de que el resultado será 20 cuando a la hora del almuerzo se reúnan doce lobos hambrientos y ocho tiernas cabritillas? ¿Y qué sucede si alguien se acuesta a las 12 de la noche y a continuación duerme 8 horas? ¿Despertará a las 20 horas? Y más: si echamos en una cazuela de agua hirviendo 12 terrones de azúcar y a continuación 8 terrones de azúcar, ¿podemos estar seguros de que tendremos media hora más tarde 20 terrones? Y más aún, para físicos: ¿qué se obtiene si se juntan 12 protones y 8 antiprotones?

En los documentos que acompañan a muchos curriculos escolares se afirma que las matemáticas son un instrumento para conocer y formalizar la realidad. Esto es verdad, pero no toda la verdad cuando lo que se encubre es justificar que los alumnos realicen ristras de cálculos tediosos para demostrar que saben sumar o multiplicar, porque el mero conocimiento de los algoritmos de cálculo añade poco al saber matemático. Lo que se pretende que hagan los niños lo hacen los ábacos o las calculadoras electrónicas mejor y más rápido. La expresión “12+8=20” no basta para conocer el mundo si no va acompañada de la literatura que describe el contexto en que se emplea.

Por desgracia, hay muchos niños, y esto es especialmente grave en los primeros años de la educación primaria, cuyo único contacto con las matemáticas, o la visión que de ella tienen, son tediosos ejercicios de cálculo desprovistos de significado, o con significados triviales, en los que se pretende automatizar los algoritmos de cálculo. No hay espacio para el debate, la discusión o el juego. Y los juegos matemáticos numéricos, a estas edades, son un desafío para la mente y para el desarrollo de una actitud de aprecio por los números. Resolver 2+2=4 llega un momento en que resulta trivial. Resulta más estimulante plantear ejercicios del tipo: “Imagina una situación en la que dos y dos no sean cuatro”. Algunos dirán: “Ah, pero eso no es matemáticas… ¡Es literatura!”? Es que, de nuevo, de eso se trata.

A pesar de los muchos esfuerzos por mejorar la didáctica de la matemática, esta quizá sigue siendo la asignatura que más frustraciones y fobias produce y que más rechazos suscita. Es frecuente que muchos personajes de éxito en disciplinas humanísticas reconozcan que las matemáticas fueron su bestia negra en la escuela, y es fácil imaginar sus sudores mientras se enfrentaban a tareas tan tediosas como una multiplicación con decimales, una división larga o una suma de fracciones. Casi todas estas personas acabaron su escolaridad obligatoria sin saber qué representa el número pi, por qué diablos hay que dividir por dos después de multiplicar la base por la altura al calcular el área de un triángulo o por qué “se cuentan” el número de decimales de los factores cuando se coloca una coma en el resultado de una multiplicación. Lo único que estos personajes numerofóbicos consiguieron demostrar en la escuela era lo que sus profesores trataron de medir: que eran calculadores lentos e ineficaces, con poca o escasa disposición para resolver problemas de mediana dificultad.

Quizá la explicación de por qué tantos estudiantes se atasquen en matemáticas haya que buscarla en la literatura y, en particular, en la novela histórica sobre la matemática. Muchos profesores de matemáticas deberían leer libros de historia de la matemática. Cuando se quejan de las dificultades que tienen algunos de sus alumnos debería servirles de consuelo pensar que los grandes científicos grecorromanos no supieron resolver con acierto los algoritmos de las operaciones básicas con lápiz y papel que hoy exigimos realicen con soltura niños de tercero y cuarto de primaria. Que durante los siglos XIV y XV, recién introducido el sistema de numeración decimal y las cifras arábigas, los estudiantes de matemáticas de entonces emprendían largos y costosos viajes a escuelas extranjeras donde aprendían los algoritmos de la multiplicación y de la división que entonces eran secretos. Que el sistema de numeración decimal no se asentó en Europa hasta bien entrado el siglo XVI, cuando se llegó a un mismo criterio para escribir los números enteros y los llamados decimales. O que una civilización como la egipcia, que perduró varios milenios y que construyó con precisión templos y pirámides, no logró sistematizar satisfactoriamente la escritura de fracciones tal como hoy la conocemos. Y ello no porque los matemáticos antiguos fueran torpes o porque la matemática sea especialmente difícil, sino porque es una construcción llena de sutilezas, que muchos niños no pueden captar sencillamente porque el curriculo escolar no está dispuesto a detenerse en lo que considera pérdidas de tiempo.

Porque en los curriculos no hay mucho lugar para perder el tiempo, y hay que enseñar mucho en pocos años, muchos maestros olvidamos el poder de la palabra, y de la literatura, a la hora de iniciar nuestras clases. No es lo mismo comenzar una sesión diciendo: “Hoy vamos a aprender a dividir”, que hacer una presentación más o menos literaria que comience diciendo: “Hoy os voy a presentar un secreto que durante dos siglos fue más secreto de lo que es hoy la fórmula de la cocacola. Un secreto por el que muchos estudiantes pagaban mucho dinero hace siglos. Algo que evitó muchas pérdidas de tiempo y muchos errores y que además enriqueció a muchas personas y arruinó a otras muchas: el secreto de la división”.

Hago un inciso para aclarar que desde hace mucho vengo manteniendo que al algoritmo de la división no habría que dedicarle más de dos sesiones de clase en un curso de matemáticas de cuarto de primaria. Y eso, como mera curiosidad cultural. Desde que existen las calculadoras electrónicas no tiene sentido dedicar fatigosas sesiones de trabajo para dividir con lápiz y papel, cosa que comprendieron hace varios siglos los orientales con sus ábacos. Pero a eso, si acaso, tendremos ocasión de volver más tarde.

Hoy, las matemáticas tienen un enorme valor social. Ningún curriculo escolar puede prescindir de ellas y se considera que “saber matemáticas” abre las puertas a carreras técnicas y universitarias que tienen gran prestigio e, indirectamente, pueden proveer de un buen puesto de trabajo y, generalmente, de una buena remuneración. Sin embargo, este valor de cambio tiene poco que ver con su valor de uso. A excepción de los profesores de matemáticas, que se supone que “hacen matemáticas” en sus clases (habría que aclarar sin embargo que “enseñar” no es lo mismo que “hacer”) los escolares de los primeros cursos de primaria no suelen identificar en sus vidas cotidianas casi nada que signifique este “hacer matemáticas”. En las cabezas de muchos niños, las matemáticas son una cosa que ocurre solo en las clases de matemáticas.

Sin embargo, el profesor Ian Stewart, en su delicioso libro Locos por las matemáticas, propone un interesante experimento mental: colocar una imaginaria pegatina roja en todos los objetos y situaciones en que las matemáticas estén presentes. Así, un niño recién levantado debería ir colocándolas en su despertador, en las sábanas, en su cama, en la silla en que dejó apoyada la ropa, en las losetas del suelo, en la ventana, en las cortinas, en la mesa en que desayuna, en los platos y tazas que utiliza, los recipientes que guarda en la nevera… y, por supuesto, al salir a la calle, en las casas, las aceras, las marquesinas de autobús, las bicicletas, las aceras, los alcorques, las antenas de televisión… por no hablar de su teléfono móvil o su ordenador, el odómetro de un coche, de la tarjeta bancaria de su madre, el mp3 de su hermana o el gps de su tía.

¿Qué es, en definitiva, mirar más allá de la apariencia, y profundizar en las causas y consecuencias de las cosas? No es más que literatura. Y de nuevo, la literatura viene en nuestra ayuda cuando se trata de ejercitar esta capacidad de observación y de conciencia matemática. Observar un ladrillo y analizarlo matemáticamente significa poner en juego cosas y propiedades de cosas que se nombran mediante palabras, y donde los números no son mas que extensiones del lenguaje. Supone observarlo como un prisma recto, con longitud, anchura y altura, provisto de huecos que vistos en planta son círculos o semicírculos y que imaginados en alzada y perfil son rectángulos, y que han sido extraídos como cilindros o mitades de cilindros. Como objeto sólido que es, el ladrillo tendrá una masa, que podrá ser expresada en kilogramos, en gramos o en unidades de masa imaginarias. Como producto comercial, tendrá un precio, que será distinto del coste de fabricación. Solo después de este ejercicio descriptivo los números aportan un valor añadido, pues podemos dar las dimensiones de esa clase de ladrillos, para distinguirlos de otros obtenidos en otras fábricas. Dos sesiones de clase dedicados al estudio de simple un ladrillo de construcción constituye un ejercicio lingüístico y matemático más estimulante que treinta sesiones dedicadas a aprender un algoritmo de cálculo que puede resolverse en un microsegundo utilizando una calculadora electrónica.

Muchos escolares actuales no tienen ocasión de detenerse nunca en el significado de ciertos conceptos matemáticos, ni en la dificultad histórica que ha supuesto construir las matemáticas tal y como las conocemos, ni en la repercusión profunda que las matemáticas tienen en nuestra vida cotidiana. Por supuesto, tampoco han tenido tiempo de deleitarse en los aspectos más lúdicos de la matemática, ni de jugar con acertijos o problemas lógicos. Como resultado, al término de la enseñanza obligatoria apenas pueden decir el nombre de un matemático aparte de Pitágoras (que, además, no lo era) y las matemáticas están apartadas de la cultura humanística. Dado que muchos de estos alumnos no vuelven a seguir un curso de matemáticas, los números apenas sirven para algo más que para llamar por teléfono, dar tallas de ropa y añadir detrás la palabra “euros”. Desde que comienzan primaria, y aún antes, se encuentran con un curriculo que tienen que ver con la escritura y lectura de cantidades, el entrenamiento en algoritmos, la resolución de problemas más o menos artificiales, el reconocimiento de elementos de figuras geométricas ideales y el manejo del sistema métrico decimal. Esta carrera se prolonga y se hace más penosa aún en secundaria, donde terminan de asentarse todas las aritmofobias imaginables.

El número de horas lectivas dedicadas a las matemáticas dentro de los curriculos escolares es escaso, pero lo más grave es que las matemáticas están encerradas en sí mismas, como si hubiesen nacido de repente y desligadas de la vida y de la cultura. A mi juicio, la solución no está en incrementar la carga lectiva (al menos, no solo en eso), sino en dejarlas respirar y ponerlas en contacto con lo que ha sido su desarrollo histórico, en contacto con otras disciplinas y aplicadas a problemas y observaciones reales, y de nuevo ahí entra la perspectiva literaria, humanística.

La literatura, la narración, la especulación, el juego, la argumentación… deben formar parte de las clases de matemáticas, y para eso se necesita que haya profesores que lean y que hagan leer. Que no se conformen con los aspectos más utilitaristas de las matemáticas y reduzcan las clases al simple manejo de símbolos desprovistos de significado. Y que se contribuya a romper esa visión esquizofrénica que divide el saber entre “las letras” y “las ciencias”.

Por desgracia, en nuestro país no hay tradición en la divulgación científica, y solo en las dos o tres últimas décadas se han escrito obras científicas dedicadas a adultos y a jóvenes lectores. Facilitar una bibliografía es muy difícil, pero ahí están algunas instituciones, como Divulgamat , el Centro Virtual de Divulgación de las Matemáticas, o las Sociedades de Profesores de Matemáticas de distintas Comunidades, en cuyas páginas hay libros analizados y recomendados. De entre los autores considerados clásicos, conviene rescatar los nombres de Isaac Asimov, de George Gamow, Ian Stewart, Raymond Smullyan, James Newman, John Allen Paulos o Lewis Carroll. Muchos de estos libros no están pensados para niños, y algunos de ellos ni siquiera para jóvenes lectores, pero todos los autores citados son grandes divulgadores y ciertos capítulos, algunos párrafos, infinidad de datos, juegos y muchas ideas pueden ser adaptadas por los profesores de matemáticas para llevarlas al aula. En nuestro país hay que reconocer el esfuerzo de algunas editoriales para llevar a profesores y alumnos libros y relatos, como los de la editorial Nivola, y, más fragmentariamente, Gedisa, Siglo XXI, Labor o Pirámide.

Sería bueno que las editoriales y los autores españoles apostáramos por líneas de divulgación matemática autóctona, adaptadas a nuestra cultura. Es de reseñar la extensa obra de Carlo Frabetti, matemático y escritor, autor de una decena de obras entre las que se encuentran Juegos de ingenio, El libro del Genio matemático, Malditas matemáticas o El Gran Juego, que mezclan la pura divulgación, las matemáticas recreativas o la novelización del método científico y la matematización del saber. O el de Alejandra Vallejo-Nájera como ¿Odias las matemáticas? O la novela juvenil El señor del cero, de Isabel Molina. O El rostro humano de las matemáticas, de varios autores, recientemente publicado. O algunos de mis libros, que cito en la bibliografía anexa.

Cambiar el aspecto árido de las matemáticas por otro más humano y cultural no es una tarea que se haga de un día para otro, pero hay que comenzar por algún sitio. Quizá por reuniones como esta, para sensibilizar y debatir. Pero corresponde a quienes tienen la responsabilidad de fijar curriculos una tarea de profunda actualización de contenidos y métodos. Carece de sentido forzar a niños y niñas de 8 o 9 años a aprender memorísticamente algoritmos de cálculo complejos que pueden aprenderse sin esfuerzo y de forma más comprensiva dos o tres años después y, mientras tanto, hacer uso de la tecnología para resolver cálculos, si es que hay que hacerlos.

La matemática, en contra de lo que se cree, no es una ciencia opaca ni una herramienta difícil de manejar. Constituye una manera complementaria de conocer el mundo, en la que números, propiedades, relaciones, probabilidades, homomorfismos, simetrías, indefiniciones y certezas constituyen un añadido literario a otros aspectos visibles desde el análisis y la reflexión humana. Quizá el aspecto utilitarista que se le achaca en una sociedad altamente deshumanizada sea la soga que se ata a su cuello. Una de las ventajas de la literatura es que no sirve para nada; no tiene ninguna utilidad práctica. Tratemos de rescatar ese valor de inutilidad para las matemáticas e intentemos que sean una fuente de conocimiento, de placer estético y de disfrute personal. Estoy convencido de que ningún alumno sentirá jamás ningún aprecio por la matemática si no ha tenido la oportunidad de emocionarse y de extasiarse ante algún hecho matemático concreto. Citando a Weirstrass, “un matemático que no sea en cierto sentido un poeta, nunca será un matemático completo”.


ANEXO: RECURSOS Y BIBLIOGRAFÍA

En Internet existen páginas web, como DIVULGAMAT (Centro Virtual de Divulgación de las Matemáticas), que contienen un listado exhaustivo de libros relacionados con las matemáticas, su didáctica, su historia… (http://divulgamat.ehu.es/) Algunas Sociedades de Profesores de Matemáticas editan actas y revistas con experiencias y lecturas matemáticas que pueden ser utilizados en clase.

BIBLIOGRAFÍA SUGERIDA

Toda selección de libros es incompleta. Además, se utilizan criterios que no tienen por qué coincidir con un posible lector. En la siguiente lista aparecen libros considerados “de lectura”. Excluyo una infinidad de ellos, muy interesantes, relacionados con los juegos y pasatiempos matemáticos, que pueden encontrarse en bibliotecas públicas y escolares. Me comprometo a enriquecer esta colección con aportaciones de lectores, a través de mi página web.


ALGUNOS LIBROS DE LECTURAS MATEMÁTICAS PARA PROFESORES:

Los libros de matemáticas no exigen ser leídos secuencial, ni íntegramente. Dependiendo del interés, la lectura puede girar alrededor un centro de atención, o puede seleccionarse un párrafo concreto para ser leído a los alumnos, o extraer de él un detalle biográfico que puede ser estimulante.

Historia Universal de las cifras, de Georges Ifrah, de Editorial Espasa Fórum.

El prodigio de los números y La maravilla de los números, de Clifford A. Pickover, de Ma Non Troppo.

Matemáticas e imaginación, de Kasner y Newmann, Biblioteca Científica Salvat.

De los números y su historia, de Isaac Asimov, de Editorial El Ateneo.

Inspiración ajá, Paradojas ajá, Miscelánea matemática, Circo matemático y otros, en varias editoriales.

Historia de las Matemáticas, de Richard Mankiewicz, de Editorial Paidós.

VARIOS TÍTULOS con Biografías de matemáticos (Euler, Galois, Pitágoras, Newton…) de la colección La matemática en sus personajes, en la editorial Nivola.

Locos por las matemáticas, Cartas a una joven matemática y otros, de Ian Stewart, de Editorial Crítica.

Más allá de los números, ¨El hombre anumérico y otros, de John Allen Paulos, Editorial Tusquets


ALGUNOS LIBROS PARA NIÑOS Y JÓVENES:

También he excluido aquí libros de matemática recreativa. En este caso incluyo tanto algunos libros divulgativos como otros narrativos cuyo tema son las matemáticas o sus aplicaciones. Como se ha señalado antes, puede encargarse a los chicos que los lean íntegramente, o pueden seleccionarse capítulos.

Malditas matemáticas y El Gran Juego, en la editorial Alfaguara. y ¡Cuánta geometría hay en tu vida!, en la editorial SM, de Carlo Frabetti.

Los diez magníficos y La sorpresa de los números, de Anna Cerasoli, Editorial Maeva.

¿Odias las matemáticas?, de Alejandra Vallejo-Nájera, Ed. Martínez Roca

Vitaminas matemáticas y Geometría cotidiana, de Claudi Alsina, Editoriales Ariel y Rubes, respectivamente.

El señor del cero, de Isabel Molina, en Editorial Alfaguara.

El rostro humano de las matemáticas, de varios autores, de la editorial Nivola.

Alucina con las mates, por Johnny Ball, Editorial SM

La selva de los números y Las hijas de Tuga (Editorial Alfaguara), El mundo secreto de los números (editorial SM) y textos varios sobre matemáticas en Selección de Textos Divulgativos (4 volúmenes, Editorial Anaya), de Ricardo Gómez