De la contracubierta:

Vampiros, extraterrestres, fantasmas, monstruos, árboles que guardan secretos y secretos que es mejor no contar a nadie...

Cuarenta cuentos escritos e ilustrados por los autores de El Barco de Vapor que te hacen reír, pensar y, sobre todo, soñar.

¿Te atreves a subir al barco?

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Mi cuento en el libro, ilustrado (de lujo) por Adolfo Serra

GUÁRDAME EL SECRETO

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Frida vivía cerca de Elf, un viejo castaño muerto.

La gente de los alrededores lo seguía nombrando como Elf, El Duende, aunque hacía mucho que perdió sus cualidades mágicas, si alguna vez las tuvo. Los abuelos de los abuelos y las abuelas de las abuelas de Frida, cuando tenían su edad, en primavera y verano ascendían por sus ramas para hacer travesuras, y en otoño e invierno recogían castañas del suelo para endulzar sus panes. Cuentan que si alguien se tumbaba al pie de su tronco su sombra le cobijaba desde la salida hasta la puesta del sol, y que si dormía bajo sus flores tenía sueños extraordinarios.

Pero el esplendor de Elf hace tiempo que desapareció. Un día, algo carcomió su corteza y fue estrangulando con lentitud las venas por las que circulaba su savia. En primavera, las hojas le salían demasiado tarde. En otoño, le caían demasiado pronto. Los veranos secaban sus brotes tiernos. A cada invierno, el viento le quebraba alguna rama. Y así año tras año, hasta que Elf murió. Pasado el tiempo, los leñadores talaron su resecos brazos para alimentar sus fuegos, hasta dejar un tronco desmochado y retorcido que nadie se ha atrevido a cortar ni a arrancar. Algunos, cuando miran el añoso y herido tocón, creen ver a sus antepasados columpiándose, recolectando castañas o soñando felices.

Frida no puede trepar por sus ramas ni disfrutar de su sombra, pero siente cariño por ese viejo tronco, en cuyo centro hay un hueco que de lejos parece un gigantesco ombligo de madera. A veces se pregunta a cuántas personas habrá conocido y cuántas historias se habrán contado a sus pies.

Desde que tenía cinco años, Frida, cuando iba o venía al colegio, se acercaba al ombligo de madera de Elf y le contaba algo que le inquietaba o le alegraba. Por ejemplo, se ponía de puntillas y le susurraba:

–Anoche soñé con fantasmas y me dio mucho miedo, pero guárdame el secreto.

O le confesaba con picardía:

–Esta mañana robé un caramelo de la lata de dulces sin que mamá se enterara, pero guárdame el secreto.

Elf, día tras día, iba almacenando secretos de Frida en su ombligo leñoso. A medida que pasaba el tiempo, ella ya no tenía que ponerse de puntillas para cuchi¬chear junto al hueco del viejo tronco:

–Esta tarde, después del colegio, bajaré al río a bañarme con mis amigas sin que nadie se entere. Pero guárdame el secreto…

Frida vivía feliz con su familia, y a veces tenía que afrontar penosos sucesos que tenían que ver con el paso de los años, y que compartía con el anciano tronco:

–El abuelo está enfermo; dice que ya no va a poder acompañar a su nieta preferida a ver puestas de sol, pero guárdame el secreto.

Aunque ese transcurso de los años también traía acontecimientos felices. Frida iba creciendo y ya tenía que agacharse para contar:

–Creo que estoy empezando a ser una mujer y me siento un poco nerviosa. ¡Por favor, por favor, Elf, guárdame el secreto!

Frida se fue convirtiendo en una muchacha que ya podía tomar decisiones importantes. Y una de ellas fue ir a estudiar a la ciudad, donde trataría de saber por qué los árboles pierden las hojas y por qué los abuelos extravían sus recuerdos. El día de su partida, al acabar un verano, Frida se acercó al tronco, lo abrazó y se des-pidió de él hasta el final de la primavera:

–Querido árbol, te voy a echar de menos, pero guárdame el secreto…

Los meses volaron y Frida regresó a casa. Tras besar a su familia y saludar a sus amigos, se dirigió hacia su apreciado árbol. Tenía muchos secretos que confesarle.

Frida comprobó que había crecido tanto que el hueco quedaba a la altura de sus ojos cuando se arrodillaba, así que se acercó y se arrodilló frente a él:

–Mi añorado castaño viejo… ¡Tengo tanto que contarte…!

Al acercarse contempló asombrada cómo en el interior de su ombligo de madera, donde tantas veces había exhalado su aliento, crecía una enclenque ramita de cuyo extremo pendían pequeñas hojitas verdes.

Frida se sintió emocionada y, antes de empezar a contarle, regaló al árbol unas lágrimas que humedecieron sus raíces:

–Querido Elf… ¡te guardaré el secreto!