No es frecuente asistir al nacimiento de un clásico. Ojo de Nube ya lo es. Nació de los resquicios del alma de un hombre que creyó en su infancia que había un mundo en que los indios, paradigma de la libertad, de la vida en comunión con la naturaleza, seguían viviendo en paz: el mundo de los libros. Pero nació también los posos de la amargura del niño que sabía que aquel paraíso en la tierra había sido arrasado, quemado, violentado, por una raza voraz de hombres peores que las vieras: los cosamala. Y esa memoria entre la luz yla sombra, entre las caricias y el fuego, llevó a Ricardo a buscar en la pureza, en la limpieza de una mirada sin pecado: la de un niño ciego. ¡Qué potente inspiración! Porque Ojo de Nube es ojo limpio, incontaminado: en su parte trasera, en su mente, ese niño ve lo que los demás ya no pueden ver: el silencio de la nieve, la luz de la noche, la raíz de la hierba, la sangre de lo no nacido. Nunca querría leer la continuación de Ojo de Nube, como seguro que le reclamarán los niños de los colegios a su autor; que no quiero verlo, que yo quiero ser, para siempre, Ojo de Nube.


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